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Por Eduardo Galeano - ADITAL
Consulte usted cualquier enciclopedia. Pregunte cuál fue el
primer país libre en América. Recibirá siempre la misma respuesta: los
Estados Unidos.
Pero los Estados Unidos declararon su independencia
cuando eran una nación con seiscientos cincuenta mil esclavos, que
siguieron siendo esclavos durante un siglo, y en su primera Constitución
establecieron que un negro equivalía a las tres quintas partes de una
persona.
Y si a cualquier enciclopedia pregunta usted cuál fue el primer
país que abolió la esclavitud, recibirá siempre la misma respuesta:
Inglaterra. Pero el primer país que abolió la esclavitud no fue
Inglaterra sino Haití, que todavía sigue expiando el pecado de su
dignidad.
Los negros esclavos de Haití habían derrotado al glorioso
ejército de Napoleón Bonaparte y Europa nunca perdonó esa humillación.
Haití pagó a Francia, durante un siglo y medio, una indemnización
gigantesca, por ser culpable de su libertad, pero ni eso alcanzó.
Aquella insolencia negra sigue doliendo a los blancos amos del mundo.
De todo eso, sabemos poco o nada. Haití es un país invisible.
Sólo cobró fama cuando el terremoto del año 2010 mató a más de doscientos mil haitianos.
La tragedia hizo que el país ocupara, fugazmente, el primer plano de los medios de comunicación.
Haití no se conoce por el talento de sus artistas, magos de la
chatarra capaces de convertir la basura en hermosura, ni por sus hazañas
históricas en la guerra contra la esclavitud y la opresión colonial.
Vale la pena repetirlo una vez más, para que los sordos
escuchen: Haití fue el país fundador de la independencia de América y el
primero que derrotó la esclavitud en el mundo.
Merece mucho más que la notoriedad nacida de sus desgracias.
Actualmente, los ejércitos de varios países, incluyendo el mío,
continúan ocupando Haití. ¿Cómo se justifica esta invasión militar?
Pues alegando que Haití pone en peligro la seguridad internacional.
Nada de nuevo.
Todo a lo largo del siglo diecinueve, el ejemplo de Haití
constituyó una amenaza para la seguridad de los países que continuaban
practicando la esclavitud. Ya lo había dicho Thomas Jefferson: de Haití
provenía la peste de la rebelión. En Carolina del Sur, por ejemplo, la
ley permitía encarcelar a cualquier marinero negro, mientras su barco
estuviera en puerto, por el riesgo de que pudiera contagiar la peste
antiesclavista. Y en Brasil, esa peste se llamaba haitianismo.
Ya en el siglo veinte, Haití fue invadido por los marines, por
ser un país inseguro para sus acreedores extranjeros. Los invasores
empezaron por apoderarse de las aduanas y entregaron el Banco Nacional
al City Bank de Nueva York. Y ya que estaban, se quedaron diecinueve
años.
El cruce de la frontera entre la República Dominicana y Haití se llama El mal paso.
Quizás el nombre es una señal de alarma: está usted entrando en el mundo negro, la magia negra, la brujería...
El vudú, la religión que los esclavos trajeron de África y se
nacionalizó en Haití, no merece llamarse religión. Desde el punto de
vista de los propietarios de la Civilización, el vudú es cosa de negros,
ignorancia, atraso, pura superstición. La Iglesia Católica, donde no
faltan fieles capaces de vender uñas de los santos y plumas del arcángel
Gabriel, logró que esta superstición fuera oficialmente prohibida en
1845, 1860, 1896, 1915 y 1942, sin que el pueblo se diera por enterado.
Pero desde hace ya algunos años, las sectas evangélicas se
encargan de la guerra contra la superstición en Haití. Esas sectas
vienen de los Estados Unidos, un país que no tiene piso 13 en sus
edificios, ni fila 13 en sus aviones, habitado por civilizados
cristianos que creen que Dios hizo el mundo en una semana.
En ese país, el predicador evangélico Pat Robertson explicó en
la televisión el terremoto del año 2010. Este pastor de almas reveló que
los negros haitianos habían conquistado la independencia de Francia a
partir de una ceremonia vudú, invocando la ayuda del Diablo desde lo
hondo de la selva haitiana. El Diablo, que les dio la libertad, envió al
terremoto para pasarles la cuenta.
¿Hasta cuándo seguirán los soldados extranjeros en Haití? Ellos
llegaron para estabilizar y ayudar, pero llevan siete años desayudando y
desestabilizando a este país que no los quiere.
La ocupación militar de Haití está costando a las Naciones Unidas más de ochocientos millones de dólares por año.
Si las Naciones Unidas destinaran esos fondos a la cooperación
técnica y la solidaridad social, Haití podría recibir un buen impulso al
desarrollo de su energía creadora. Y así se salvaría de sus salvadores
armados, que tienen cierta tendencia a violar, matar y regalar
enfermedades fatales.
Haití no necesita que nadie venga a multiplicar sus
calamidades. Tampoco necesita la caridad de nadie. Como bien dice un
antiguo proverbio africano, la mano que da está siempre arriba de la
mano que recibe.
Pero Haití sí necesita solidaridad, médicos, escuelas,
hospitales y una colaboración verdadera que haga posible el renacimiento
de su soberanía alimentaria, asesinada por el Fondo Monetario
Internacional, el Banco Mundial y otras sociedades filantrópicas.
Para nosotros, latinoamericanos, esa
solidaridad es un deber de gratitud: será la mejor manera de decir
gracias a esta pequeña gran nación que en 1804 nos abrió, con su
contagioso ejemplo, las puertas de la libertad.
(Este artículo está dedicado a Guillermo Chifflet, que fue
obligado a renunciar a la Cámara de Diputados del Uruguay cuando votó
contra el envío de soldados a Haití).
[Texto leído ayer por el escritor uruguayo en la Biblioteca
Nacional en el marco de la mesa-debate "Haití y la respuesta
latinoamericana”, en la que participaron además Camille Chalmers y Jorge
Coscia.
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