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Por Rubén Martínez Dalmau - Rebelión
La política en Perú no es cuestión de proyectos, sino de personas. Es un denominador común de los países presidencialistas, donde la elección del Presidente no depende de las fuerzas parlamentarias.
Estados Unidos nos enseñó lo que era el liderazgo y en América Latina casó muy bien, quizás por aquello que comentaba Lynch del buen entendimiento entre el presidencialismo y los patrones caudillistas.
Perú no es la excepción; al contrario, podría considerarse el paradigma. El sistema de partidos era pobre cuando Fujimori ganó las elecciones cantando la canción del chino sobre un tractor, y el autoritarismo que siguió al autogolpe (disolución del parlamento, constitución aprobada para dicha y honra del dictador) produjo un efecto antibiótico que acabó con lo poco que quedaba.
Sólo el APRA, histórico partido de orígenes socialdemócratas (fíjense en sus siglas: Alianza Popular Revolucionaria Americana) y algunos partidos de izquierda sobrevivieron al caos. Fuera los partidos, ¿quién los echaba de menos? En un país donde política es igual a corrupción, y donde el parlamento es la institución más desprestigiada, nadie.
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