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Lorena Soler - Argenpress
Luego de dos días de convulsión política, Asunción despertó acobijada por una normalidad sorpresiva. Acaso, no hay rastro alguno que indique que aquí ha sucedido un Golpe de Estado.
Luego de dos días de convulsión política, Asunción despertó acobijada por una normalidad sorpresiva. Acaso, no hay rastro alguno que indique que aquí ha sucedido un Golpe de Estado.
“Hoy por suerte ya estamos tranquilos”, susurro la chola en un extraño guaraní cuando compré mi religioso chipa diario.
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Aquí no ha pasado nada. La brutalidad de los acontecimientos, es la brutalidad del realismo político explícito. Quien gobierna, con tanta normalidad en apenas horas de haber usurpado el poder, es porque lo gobernaba todo antes. En fin, Fernando Lugo no controlaba los resortes básicos del Estado Nacional.
Los canales locales de televisión, luego de 48 horas de trasmisión en vivo, retomaron su programación habitual, una vez asumido el ahora nuevo presidente Federico Franco. El fin de la noticia, es el final anunciado de un ciclo político que no deja de sorprender por la exactitud en la que se llevo a cabo, un guión en el que no hubo lugar para la improvisación. Y ahí, tal vez radique la eficacia de las nuevas formas de ejercicio de los golpes de estado en América Latina. Un golpe de Estado en tiempos televisivos
Las corporaciones del agronegocio (que el Estado paraguayo dejó crecer a falta de un proyecto regional de desarrollo económico alternativo) junto con una la clase política alienada, borraron de un plumazo “legal” a un presidente constitucional. En aras de legitimidad de la legalidad, los golpistas se preocuparon por articular las tramas del sentido político en la utilización de las herramientas legales habilitadas por la Constitución y, con ellas, presentar una impecable continuidad institucional. En horas, Federico Franco ya tiene su nuevo gabinete y dos o tres medidas desempolvadas, entre ellas, una alianza económica explícita con el mundo asiático.
La apelación a la legalidad para conservar el poder (inclusive para violarlo) no es una novedad en el mundo occidental, pero mucho menos en estas tierras, donde gran parte del basamento y de la estabilidad stronista debe explicarse por ello. Sin embargo, la legalidad será el principal argumento con el que tendrá que batallar la UNASUR, el MERCOSUR y la CELAC, instituciones que adeudan aún medidas más categóricas vinculadas al comercio y la cooperación. Pues hasta hoy, dado el reconocimiento que Franco obtuvo de algunos países “centrales”, los organismos regionales representan el único escollo a la gobernabilidad del nuevo presidente.
Sin embargo, la posibilidad de apelar a una legalidad abstracta, profundamente ideológica pero disfrazada de imparcialidad, sólo es posible cuando no hay actores que disputen ese argumento. Por allí, sólo quedan algunos ciudadanos de las redes sociales y los jóvenes empoderado en la TV pública, que son pura incógnita en su fuerza política.
Entonces, la normalidad se hace carne en una cotidianidad social. ¿Qué es lo que ha ocurrido, para que los cambios políticos e institucionales y su actual gravedad no repercutan en la vida diaria de muchísimos paraguayos? Ahí se devela la gran deuda del luguismo. Por esa brecha amplísima entre dos mundos escindidos, desconectados, la vida política y la reproducción social, Lugo pudo ser presidente. Por la continuidad de esa misma brecha, es decir, una representación política hecha añicos, partió del gobierno, sin que su destitución interpele “la normalidad”. Y como si no alcanzará el teatro de la política en su tono trágico, su por ahora último discurso desde el palacio presidencial exhibe como argumento central que sólo es posible gobernar Paraguay si se pertenece a las mafias, la clase política o se pacta con el negocio del narcotráfico. En pocos minutos, la plaza de las Armas quedó vacía. El sentido último de lo público ya no tenía derecho a existir para los que se habían congregado en defensa de la democracia.
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