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El general retirado Otto Pérez Molina, acusado de genocidio y otros
crímenes de lesa humanidad, será presidente de Guatemala a partir del 14
de enero de 2012, hasta 2016.
La transición del Gobierno guatemalteco,
que suele durar tres meses desde las elecciones hasta el relevo
definitivo, ha dado comienzo con el anuncio de que ex militares y
líderes religiosos ocuparán importantes puestos en el gabinete del
próximo presidente, quien consiguió hacerse con la jefatura del Estado
gracias a una campaña electoral plagada de promesas de seguridad en uno
de los países más violentos del mundo, donde el 98% de los delitos no se
investiga.
El triunfo del
ex militar se debe al voto de poco más de dos millones de personas, en
un país de cerca de 14 millones de habitantes, con un sistema electoral
excluyente diseñado para que sea una minoría privilegiada la única capaz
de poner y quitar mandatarios.
El próximo presidente encarna
el retorno de la derecha contrainsurgente, de la cual ya estuvo al
frente en los años ochenta y donde se encargó muy bien de dejar clara su
desproporcionada capacidad letal contra la población civil, declarada
el enemigo interno en los territorios disputados a la guerrilla.
Sólo
unos días después de conocerse el resultado de las elecciones, se
concentraba en las calles de Ciudad de Guatemala un grupo de militares
para exigir la retirada inmediata de los cargos contra todos los
miembros del Ejército imputados por los delitos de lesa humanidad
cometidos durante el conflicto armado interno, negando categóricamente
la existencia del genocidio maya.
Esta facción de la derecha
contrainsurgente intenta desestabilizar los logros del Ministerio
Público, encabezado por la fiscal general Claudia Paz, quien ha sorteado
innumerables obstáculos para procesar a ex militares denunciados como
‘hostis humani generis’ (enemigos de la humanidad) en las cortes
guatemaltecas e internacionales, como parte del Proceso de Verdad,
Reparación y Justicia que exige el juicio y el castigo de los autores
intelectuales y materiales de los delitos que provocaron el exterminio
de comunidades enteras y un sinfín más de crímenes considerados de
persecución universal.
Asimismo, la llegada al poder del
Comandante Tito, como se conoció a Pérez Molina en la región del Quiché,
donde dirigió numerosas operaciones cuyo objetivo era la destrucción
total de las bases materiales y de la capacidad reproductiva de la
población maya, ha contado con aliados imprescindibles, como Harold
Caballeros, quien dimitió de su cargo como pastor de una iglesia
evangélica para dedicarse a la política partidista.
El ex pastor ha sido
recompensado por sus incondicionales aportes al ser nombrado ministro
de Relaciones Exteriores, confirmando así el bien avenido matrimonio
entre Ejército e Iglesia, tan propio de las derechas más recalcitrantes y
que imposibilita cualquier atisbo de un Gobierno civil y laico.
Y, como no podía ser de otra manera, para blindar el statu quo, el
retorno de esta derecha militarizada ha requerido de los recursos
provenientes de la oligarquía tradicional más rancia de Guatemala y de
las industrias criminales formadas en su mayoría por narcotraficantes.
Ambos sectores han demostrado sobradamente su lealtad al próximo
mandatario al financiar, la mayoría de las veces de forma anónima, la
campaña electoral más cara que ha conocido este país centroamericano,
donde más de la mitad de la población vive en la pobreza y en la pobreza
extrema.
Mientras se realiza el proceso de transición han sido
desveladas algunas de las acciones inmediatas que se proponen para el
plan de seguridad de la Administración de Pérez Molina, entre ellas la
creación de varias ‘fuerzas de tarea’ destinadas a dar solución a
algunas de los problemas que más preocupan a la población: las
extorsiones, los secuestros, los feminicidios, entre otras.
Llama
poderosamente la atención que el próximo mandatario eleve al rango de
prioridad la creación del la Fuerza de Tarea contra el Femicidio, cuando
en el pasado comandos militares como la temida Fuerza de Tarea
Guamarkaah se ensañaron especialmente contra las mujeres,
convirtiéndolas en los cuerpos destinados a elevar la moral de la tropa y
en las víctimas principales de los crímenes por razones de género
dirigidos a humillar al enemigo y a destruir el tejido
identitario-colectivo a través de violaciones sexuales sistemáticas y
programadas donde las mujeres fueron consideradas un botín más de la
guerra.
A estas ‘fuerzas de tarea’ se sumará, según Pérez Molina,
un plan para combatir el narcotráfico en Guatemala, donde se estima que
transita el 80% de la droga que se consume en EEUU.
La propuesta del
nuevo presidente es delegar el combate del narcotráfico en los kaibiles,
un comando altamente entrenado en la organización y ejercicio extremo
de la violencia y con un adiestramiento centrado en convertir a cada
kaibil en una máquina de matar. Paradójicamente, diversas
investigaciones apuntan a que un gran número de kaibiles están
integrados en Los Zetas, la facción armada más especializada y
despiadada de los narco-comandos.
Así las cosas, es evidente
que la estrategia de seguridad nacional, cuyo ofrecimiento le permitió
ganar las elecciones a Pérez Molina, sólo se podría haber delegado en
manos de un conocedor de los códigos militares que predominan en las
propuestas del ex general: el elegido para ser ministro del Interior es
el ex teniente coronel del Ejército guatemalteco Mauricio López Bonilla,
un experimentado estratega que diseñó el plan de seguridad de mano
dura, que incluye la inmediata restitución de la pena de muerte,
ofrecido en la campaña electoral por Pérez Molina.
López Bonilla apuesta
por la recuperación del territorio, poniendo en las calles a 30.000
nuevos policías, además de a los integrantes de las nuevas ‘fuerzas de
tarea’ que estarán integradas básicamente por militares, aunque con
aspiraciones de convertirse en células interinstitucionales. Pérez
Molina alaba y sigue los pasos de la guerra contra el crimen organizado
impulsada por Felipe Calderón en México.
Para los electores del
general que estuvo al frente de las operaciones de tierra arrasada que
incluyeron asesinatos de hombres y mujeres, de niños y niñas,
violaciones sexuales masivas, feticidios, desapariciones y torturas que
iban más allá de la muerte con la prohibición de enterrar los cadáveres,
estos hechos constituyen un puro anecdotario de quienes se dedican a la
defensa de los Derechos Humanos.
Para la mayoría de la población
guatemalteca, esa mayoría que no eligió a Pérez Molina, los próximos
cuatro años se presentan como un desafío contra las libertades y como el
retorno del imaginario del terrorismo militar más sanguinario de la
historia de Guatemala.
Aún así, y pese al retorno de la
oscuridad del pasado que vuelve, el contexto nacional e internacional ha
cambiado y los factores endógenos y exógenos que permitieron el
totalitarismo de aquellos años no son los mismos: la semilla contra la
impunidad está sembrada y tarde o temprano dará sus frutos; la búsqueda
de justicia, como los crímenes de lesa humanidad, no prescribirá.
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