Por Carlos Rodríguez | Página 12
La entrevista con Gustavo “Marola” González empezó en la esquina de Riestra y Camilo Torres. Diez cuadras caminó con Página/12 hasta llegar a su casa, en el Barrio Illia, pegado a la villa 1.11.14. Al director de la murga Los Auténticos Reyes del Ritmo todo el mundo lo conoce, todo el mundo lo saluda.
En la esquina de la calle Charrúa, donde el 29 de enero se produjo la represión de Gendarmería contra los niños y adolescentes que integran la murga, Gustavo se detuvo para denunciar: “A mi hijo Jonathan, de 14 años, le arrancaron un pedazo de pierna con una bala de plomo, no era de goma, era de plomo”, ratificó. La denuncia presentada por la Procuvin afirma haber recogido al menos “tres casquillos dorados, presumiblemente de pistola 9 milímetros” (ver aparte).
El chico está postrado en su casa y tiene para varios meses de recuperación para la pierna izquierda. Su padre tiene 14 impactos de balas de goma en la espalda, mientras que Gabriela, una adolescente que forma parte de la murga, le “ganó” a él porque suma “18 marcas de bala de goma” en distintas partes del cuerpo. “Acá se tiene que hacer justicia, porque lo que pasó fue una locura.”
En el trayecto hasta la casa en la que Gustavo vive con su mujer, María Laura, y sus nueve hijos, siguen apareciendo las víctimas de una “locura” que pudo haber tenido consecuencias mucho más graves, todavía. Ariel tiene 8 años y pasea bajo un sol abrasador, acompañado por otros tres chicos de su edad. Los cuatro tienen el mismo y moderno corte de pelo. Sobre la frente, a centímetros del párpado derecho, Ariel tiene una herida que le “arde” y que le pudo haber costado la pérdida de un ojo.
Y todo por qué, por ensayar una noche con la murga. La historia de Los Auténticos Reyes del Ritmo es muy reciente. Su director, Gustavo González, dice en broma que estaba “aburrido” porque “faltaba algo en el barrio”. Por esa razón, el 11 de enero comenzó la tarea de juntar a los pibes, de 12 hasta poco más de 20 años, para empezar los ensayos. “Empezamos con diez personas, al segundo día éramos cincuenta, al tercer día había setenta pibes y al cuarto vino una banda de gente”.
Gustavo, que ya había armado otra murga, años atrás, cuando vivía en la localidad de Villegas, en el partido de La Matanza, dice que quiere “sacar a los pibes de sus casas, porque se la pasan encerrados, y también para juntar a los que andan jugando en la calle, para que tengan algo que hacer y no vean nada de lo que no tienen que ver; la idea es que se diviertan y que se despejen de todo”.
En Villegas, la murga que tenía se llamaba Los Reyes, y se vestía de “azul y amarillo, altos colores”, remata Gustavo, hincha de Boca explícito, luciendo la casaca de fondo blanco, con los listones de los clásicos colores del equipo de la Ribera.
El viernes 29 de enero, pasadas las nueve de la noche, Gustavo regresaba al barrio con María Laura, su mujer, luego de hacer una recorrida para contratar los micros que tenían que llevar a la murga, el sábado 30, a una actuación. Venían “con toda la onda” porque le iban a contar a los chicos, que estaban ensayando, que ya habían conseguido los micros para el traslado.
“Eran nueve y cinco, nueve y diez, cuando vimos doblar un móvil de la Gendarmería” por la calle Charrúa, seguido por un camión de remolque de la fuerza. “Ellos vieron muy bien que los que estaban sobre la calle eran los chicos de la murga, pero avanzaron como si no estuvieran; nosotros le pedimos a los pibes que se corrieran, que los dejaran pasar, y ellos pasan, pero dos gendarmes que iban en el remolque, pararon, se bajaron y allí fue cuando empezó todo”, relata Gustavo González ante Página/12.
Los dos gendarmes “se bajaron con las armas en la mano y entonces yo me acerqué para pedirles que las guardaran porque había muchos chicos”. Sin responder a su pedido, uno de los gendarmes lo empujó hasta tirarlo al piso. “Cuando pasa eso, mi hijo Jonathan me ayuda a levantarme y se pone entre ellos y yo; en esas circunstancias, uno de los gendarmes hace un disparo y el plomo, porque era munición de plomo, le pega en la pierna izquierda a Jonathan, que recibe el plomazo que me parece que me lo tiraron a mí, que seguía en el piso. Ese plomo era para mí.”
Durante la charla con Gustavo y su mujer, en la casa del barrio Illia, Jonathan permanece en silencio, acostado boca abajo en un colchón tirado en el piso, escapándole al calor con un ventilador que le apunta al cuerpo. Tiene la pierna izquierda vendada arriba del tobillo, donde recibió el balazo. La herida le impidió uno de sus ideales futbolísticos: ir a entrenar con las divisiones inferiores de Sportivo Barracas, para iniciar su sueño de ser jugador de fútbol profesional.
“Esta no fue una bala de goma, fue una bala de plomo, mirá cómo le arrancaron una parte de la pierna”. Las fotos de la herida que tiene el chico parecen corroborar lo que dice su padre. El impacto lo tomó de perfil, en la parte posterior, cerca del tobillo. Todo indica que el balazo entró y salió sin tocar el hueso ni el tendón de Aquiles. La herida, en forma de círculo, es diez veces mayor al tamaño de cada uno de los 14 balazos de goma que recibió Gustavo en su espalda. Y también es visiblemente más grande que el hueco que le quedó al pequeño Ariel en la frente. “Esto fue plomo, no goma”, insiste Gustavo González.
El entrevistado vuelve a rememorar las escenas del viernes 29 de enero. “El gendarme que disparó, cuando vio a los chicos que estaban bailando sobre la calle, se enojó y preguntó: ‘¿Qué pasa, son todos guapos?’.” Cuando Gustavo se pudo levantar del piso, luego del empujón y el primer disparo, salió corriendo pidiéndoles a los chicos que salieran de la calle. “A mi hijo le hicieron una herida profunda, al punto de que se le ve el hueso, mientras que a mí y a los demás chicos nos tiraron balas de goma sin asco.”
Aunque no puede confirmar la cantidad de gendarmes que intervinieron en la represión, dice que “primero fueron dos, pero después aparecieron muchos más, de todos lados”. Ratificó que todo fue “una verdadera locura, porque había 70, 80 chicos bailando en la calle, pudo haber sido una masacre. Hoy muchos chicos no quieren venir y algunos me dijeron los padres tienen pesadillas nocturnas, porque recuerdan lo que les pasó”.
Según González, los peritos de Gendarmería se presentaron en la escena de los hechos “cuatro días después de la represión”. Parece que “lo hicieron para buscar casquillos, rastros de supuestos ataques nuestros contra ellos”. Comentó que “en algún momento recogieron piedras que estaban bajo el agua, tal vez para decir que se las habíamos tirado nosotros. Lo triste es que eran piedras que estaban allí desde hace mucho tiempo, porque estaban verdes, llenas de musgo, lo que indica que están tratando de llevar pruebas falsas, mentirosas para eludir responsabilidad”. La causa que presentó González ya se unificó con la que promueve la Procuraduría de Violencia Institucional, Procuvin. El director de la murga cree que “no hay dudas de que la violencia, la única violencia, la pusieron los gendarmes”.
El chico está postrado en su casa y tiene para varios meses de recuperación para la pierna izquierda. Su padre tiene 14 impactos de balas de goma en la espalda, mientras que Gabriela, una adolescente que forma parte de la murga, le “ganó” a él porque suma “18 marcas de bala de goma” en distintas partes del cuerpo. “Acá se tiene que hacer justicia, porque lo que pasó fue una locura.”
En el trayecto hasta la casa en la que Gustavo vive con su mujer, María Laura, y sus nueve hijos, siguen apareciendo las víctimas de una “locura” que pudo haber tenido consecuencias mucho más graves, todavía. Ariel tiene 8 años y pasea bajo un sol abrasador, acompañado por otros tres chicos de su edad. Los cuatro tienen el mismo y moderno corte de pelo. Sobre la frente, a centímetros del párpado derecho, Ariel tiene una herida que le “arde” y que le pudo haber costado la pérdida de un ojo.
Y todo por qué, por ensayar una noche con la murga. La historia de Los Auténticos Reyes del Ritmo es muy reciente. Su director, Gustavo González, dice en broma que estaba “aburrido” porque “faltaba algo en el barrio”. Por esa razón, el 11 de enero comenzó la tarea de juntar a los pibes, de 12 hasta poco más de 20 años, para empezar los ensayos. “Empezamos con diez personas, al segundo día éramos cincuenta, al tercer día había setenta pibes y al cuarto vino una banda de gente”.
Gustavo, que ya había armado otra murga, años atrás, cuando vivía en la localidad de Villegas, en el partido de La Matanza, dice que quiere “sacar a los pibes de sus casas, porque se la pasan encerrados, y también para juntar a los que andan jugando en la calle, para que tengan algo que hacer y no vean nada de lo que no tienen que ver; la idea es que se diviertan y que se despejen de todo”.
En Villegas, la murga que tenía se llamaba Los Reyes, y se vestía de “azul y amarillo, altos colores”, remata Gustavo, hincha de Boca explícito, luciendo la casaca de fondo blanco, con los listones de los clásicos colores del equipo de la Ribera.
El viernes 29 de enero, pasadas las nueve de la noche, Gustavo regresaba al barrio con María Laura, su mujer, luego de hacer una recorrida para contratar los micros que tenían que llevar a la murga, el sábado 30, a una actuación. Venían “con toda la onda” porque le iban a contar a los chicos, que estaban ensayando, que ya habían conseguido los micros para el traslado.
“Eran nueve y cinco, nueve y diez, cuando vimos doblar un móvil de la Gendarmería” por la calle Charrúa, seguido por un camión de remolque de la fuerza. “Ellos vieron muy bien que los que estaban sobre la calle eran los chicos de la murga, pero avanzaron como si no estuvieran; nosotros le pedimos a los pibes que se corrieran, que los dejaran pasar, y ellos pasan, pero dos gendarmes que iban en el remolque, pararon, se bajaron y allí fue cuando empezó todo”, relata Gustavo González ante Página/12.
Los dos gendarmes “se bajaron con las armas en la mano y entonces yo me acerqué para pedirles que las guardaran porque había muchos chicos”. Sin responder a su pedido, uno de los gendarmes lo empujó hasta tirarlo al piso. “Cuando pasa eso, mi hijo Jonathan me ayuda a levantarme y se pone entre ellos y yo; en esas circunstancias, uno de los gendarmes hace un disparo y el plomo, porque era munición de plomo, le pega en la pierna izquierda a Jonathan, que recibe el plomazo que me parece que me lo tiraron a mí, que seguía en el piso. Ese plomo era para mí.”
Durante la charla con Gustavo y su mujer, en la casa del barrio Illia, Jonathan permanece en silencio, acostado boca abajo en un colchón tirado en el piso, escapándole al calor con un ventilador que le apunta al cuerpo. Tiene la pierna izquierda vendada arriba del tobillo, donde recibió el balazo. La herida le impidió uno de sus ideales futbolísticos: ir a entrenar con las divisiones inferiores de Sportivo Barracas, para iniciar su sueño de ser jugador de fútbol profesional.
“Esta no fue una bala de goma, fue una bala de plomo, mirá cómo le arrancaron una parte de la pierna”. Las fotos de la herida que tiene el chico parecen corroborar lo que dice su padre. El impacto lo tomó de perfil, en la parte posterior, cerca del tobillo. Todo indica que el balazo entró y salió sin tocar el hueso ni el tendón de Aquiles. La herida, en forma de círculo, es diez veces mayor al tamaño de cada uno de los 14 balazos de goma que recibió Gustavo en su espalda. Y también es visiblemente más grande que el hueco que le quedó al pequeño Ariel en la frente. “Esto fue plomo, no goma”, insiste Gustavo González.
El entrevistado vuelve a rememorar las escenas del viernes 29 de enero. “El gendarme que disparó, cuando vio a los chicos que estaban bailando sobre la calle, se enojó y preguntó: ‘¿Qué pasa, son todos guapos?’.” Cuando Gustavo se pudo levantar del piso, luego del empujón y el primer disparo, salió corriendo pidiéndoles a los chicos que salieran de la calle. “A mi hijo le hicieron una herida profunda, al punto de que se le ve el hueso, mientras que a mí y a los demás chicos nos tiraron balas de goma sin asco.”
Aunque no puede confirmar la cantidad de gendarmes que intervinieron en la represión, dice que “primero fueron dos, pero después aparecieron muchos más, de todos lados”. Ratificó que todo fue “una verdadera locura, porque había 70, 80 chicos bailando en la calle, pudo haber sido una masacre. Hoy muchos chicos no quieren venir y algunos me dijeron los padres tienen pesadillas nocturnas, porque recuerdan lo que les pasó”.
Según González, los peritos de Gendarmería se presentaron en la escena de los hechos “cuatro días después de la represión”. Parece que “lo hicieron para buscar casquillos, rastros de supuestos ataques nuestros contra ellos”. Comentó que “en algún momento recogieron piedras que estaban bajo el agua, tal vez para decir que se las habíamos tirado nosotros. Lo triste es que eran piedras que estaban allí desde hace mucho tiempo, porque estaban verdes, llenas de musgo, lo que indica que están tratando de llevar pruebas falsas, mentirosas para eludir responsabilidad”. La causa que presentó González ya se unificó con la que promueve la Procuraduría de Violencia Institucional, Procuvin. El director de la murga cree que “no hay dudas de que la violencia, la única violencia, la pusieron los gendarmes”.
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