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Íñigo Errejón | El Correo del Orinoco
El Latinobarómetro es un estudio de opinión pública que se realiza cada año desde 1995 en dieciocho países de América Latina y el Caribe, habiéndose convertido en el barómetro más consultado y citado como termómetro de las percepciones sociales y políticas en la región. Depende de una Organización No Gubernamental radicada en Chile y financiada, entre otros, por el Banco Interamericano de Desarrollo, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, las cooperaciones sueca o noruega y el Gobierno de los Estados Unidos. No es, por tanto, una entidad sospechosa de complicidad con los gobiernos progresistas latinoamericanos.
El Latinobarómetro es un estudio de opinión pública que se realiza cada año desde 1995 en dieciocho países de América Latina y el Caribe, habiéndose convertido en el barómetro más consultado y citado como termómetro de las percepciones sociales y políticas en la región. Depende de una Organización No Gubernamental radicada en Chile y financiada, entre otros, por el Banco Interamericano de Desarrollo, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, las cooperaciones sueca o noruega y el Gobierno de los Estados Unidos. No es, por tanto, una entidad sospechosa de complicidad con los gobiernos progresistas latinoamericanos.
En su barómetro correspondiente a 2013,
publicado hace escasos días y disponible en abierto en su página web,
hace especial énfasis en la valoración de la democracia, sus
condicionantes y sus elementos asociados. Realiza su medición partiendo
de una premisa hegemónica en la Ciencia Política, marcadamente
ideológica y de cuño liberal, según la cual la democracia es
fundamentalmente un conjunto de reglamentos y procedimientos para la
libre competencia electoral entre élites políticas. Esta “concepción
mínima” de la democracia, desligada de las condiciones de vida de las
poblaciones, es la que permitió afirmar que eran estables los sistemas
democráticos latinoamericanos cuando bajo ellos se gestaban, a finales
del siglo XX, las rupturas populares nacidas de la exclusión y el
empobrecimiento de los gobernados, entre el descrédito de los
gobernantes y las oligarquías que realmente gobernaban sin haber sido
elegidas por la ciudadanía. Venezuela fue, es importante destacarlo, la
experiencia pionera que abrió brecha y se convirtió en facilitadora de
otros cambios políticos de sentido popular y democratizador en la
región.
Importantes economistas comienzan a hablar ya de la
“década ganada” de América Latina, de crecimiento y distribución de la
riqueza. Es igualmente necesario hablar de una década ganada también en
términos democráticos: de expansión de la capacidad real de la gente
común de intervenir en el proceso político, de ampliación de lo
decidible por la soberanía popular y no por los poderes de las élites,
de inclusión ciudadana e intercultural, de democratización social,
expansión de los derechos y construcción de bases culturales más sólidas
para la democracia como ejercicio de autodeterminación de los sin título.
Se trata obviamente de un proceso regional con enormes asimetrías y
diferencias de ritmo e intensidad en los distintos países, y tan
atravesado de contradicciones y disputas como lo son las transiciones de
época, pero que ha logrado construir un horizonte de expectativas al
que los gobiernos progresistas y los movimientos sociales están
arrastrando incluso a los actores más conservadores. Uno de los rasgos
centrales de este cambio cultural está siendo el arraigo de una
concepción alternativa de la democracia.
Como el propio
Latinobarómetro reconoce, se trata de un término polisémico y sometido a
una disputa intelectual y cultural por su sentido. Sin embargo en
Latinoamérica, y especialmente en Venezuela, el término democracia
está siendo resignificado de una concepción mínima o formal a una más
robusta y densa. La democracia no dejaría de ser, en términos de Claude
Lefort, un “lugar vacío” que se ocupa temporalmente por diferentes
proyectos que nunca están libres de ser cuestionados o disputados. Esa
dimensión pluralista existe, como expresa el hecho de que, pese a los
prejuicios liberales desde el Norte, los ciudadanos venezolanos
consideren, de nuevo en cabeza en la región, a los partidos políticos o
al Congreso –Asamblea Nacional- condiciones imprescindibles para la
existencia de democracia. Pero junto a esta dimensión emerge una de
carácter más republicano e imbricada en la tradición nacional-popular
latinoamericana: la democracia es una tensión permanente por la
irrupción de las masas en el Estado, por extensión de la igualdad y de
la capacidad de la gente común de decidir sobre sus vidas. Tiene que
ver, así, con condiciones materiales y derechos para la reproducción
social y para el acceso a la participación, en ausencia de las cuales
los procedimientos pueden ser secuestrados por las élites tradicionales.
En noviembre de 2012 un estudio de GIS XXI revelaba que para un 62,3%
de los venezolanos encuestados el “bienestar social y económico” era un
componente central, incluso antes que la competición electoral, de la
democracia.
Por esta razón los autores del Latinobarómetro se extrañan de que “Venezuela
permanece así en el ojo de la controversia como el país donde hay la
mayor distancia entre lo que dicen sus ciudadanos y lo que dice la
comunidad internacional [léase, en primer lugar, las grandes
empresas de la comunicación y las élites políticas y económicas con
mayor capacidad de influencia en esa “comunidad internacional”] de su democracia” (Página 8 del documento de conclusiones del Latinobarómetro 2013). Hayamos
aquí un choque entre la concepción liberal de democracia y el sentido
dinámico, construido en los procesos políticos en marcha en la región,
que la carga de sentido social, como los propios autores no pueden dejar
de reconocer cuando afirman que: “Chávez le dio al pueblo venezolano bienes políticos de los que carecía” (Íbid),
lo que debe ser puesto en relación con el vínculo positivo probado por
los sucesivos latinobarómetros entre acceso a la educación y a la
alimentación con apoyo a la democracia. Además de por lo que es,
los latinoamericanos valoran la democracia por lo que genera, por sus
resultados. Esto podría explicar que por primera vez en dos décadas su
valoración de la democracia supere ligeramente a la del eurobarómetro
(39% de ciudadanos “muy o bastante satisfechos con su funcionamiento”
frente a un 38% europeo en descenso) en un continente donde crecen las
movilizaciones que exigen una recuperación de la soberanía popular y la
democracia “real” frente al poder de las élites.
Así Venezuela
es el país en el que más haya aumentado el apoyo a la democracia desde
1995 (16 puntos), ubicándose en el primer puesto de la región, seguido
por Ecuador, con un 93% de los encuestados que afirman estar “De
acuerdo” o “Muy de acuerdo” con la frase La Democracia puede tener problemas pero es el mejor sistema de gobierno,
catorce puntos por encima de la media latinoamericana, con un
diferencial frente al autoritarismo sólo superado por Uruguay. Los datos
arrojan una tendencia al crecimiento de esta posición desde la llegada
al Gobierno de Chávez y el proyecto bolivariano en adelante: algo en el
desarrollo del proceso revolucionario les ha hecho valorar la democracia
como ideal en forma creciente y aumentar su nivel de satisfacción con
su realización concreta. En la actualidad, los venezolanos son los
cuartos en la valoración de su democracia y que menos “grandes
problemas” identifican en ella, precedidos por Uruguay, Ecuador y
Nicaragua. Significativamente, son los segundos latinoamericanos que más
creen que en su país la distribución del ingreso es “Justa o muy justa”
(43%) tan sólo por detrás de los ecuatorianos (58%), en ambos casos en
crecimiento lento pero constante.
Por último, de nuevo a
contrapelo de las visiones más reduccionistas de la democracia, su mayor
valoración correlaciona positivamente con la mayor educación política,
ideologización e interés por la política de los ciudadanos. En otras
palabras, las sociedades que piensan, discuten y ejercen más la política
son sociedades con esferas públicas democráticas más vigorosas. Un
discurso conservador muy extendido es el que acusa a los procesos de
cambio de “polarizar” sus sociedades, erosionando con ello la
democracia. La realidad es que Venezuela, como resultado de la hegemonía
relativa del chavismo y su pedagogía política en el sentido común, es
el país en el que mayor interés por la política hay de la región (49%,
en las antípodas de Chile con un 17%), y en el que más ciudadanos se
ubican en la categoría “izquierda” (36%, la mayor de Latinoamérica) y,
significativamente, “derecha” (32%), la tercera mayor. La amenaza para
las democracias no está, por tanto, en la disputa política sino en su
ausencia, en hurtar decisiones colectivas a la discusión para
entregárselas a poderes privados de origen no democrático y de
decisiones, por tanto, probablemente lesivas para las mayorías, como en
las democracias mínimas de la década perdida en Latinoamérica. Esta
expansión democrática protagonizada por los de abajo no es, por sí
misma, garantía de nada pero es la condición de posibilidad de sucesivos
avances.
En cualquier caso, los procesos de cambio político abiertos en la región deben crear sus propios instrumentos analíticos e interpretativos, para no ser de nuevo “contados” desde fuera o con las palabras viejas de los órdenes viejos.
En cualquier caso, los procesos de cambio político abiertos en la región deben crear sus propios instrumentos analíticos e interpretativos, para no ser de nuevo “contados” desde fuera o con las palabras viejas de los órdenes viejos.
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