El empresario multimillonario Sebastián Piñera, candidato de la derechista Coalición por el Cambio, se convirtió ayer en Presidente electo de Chile al derrotar en el ballotage a Eduardo Frei, candidato de la Concertación de Partidos por la Democracia, por un 51,61% de los votos a un 48,38%.
El 11 de marzo la presidenta Michelle Bachelet traspasará la banda presidencial a Piñera, un empresario multimillonario, íntimo amigo de José María Aznar, quien le visitó en Chile en septiembre y calificó de “trascendentales” unas elecciones que se celebran cuando la mayor parte de países de Sudamérica tienen gobiernos progresistas o revolucionarios.
Por si fuera poco, Piñera también es admirador del presidente colombiano Álvaro Uribe, a quien rindió pleitesía en julio de 2008 y de cuya política genocida de “seguridad democrática” se considera admirador. Y entre quienes le han acompañado en los últimos días de campaña ha estado el escritor Mario Vargas Llosa.
La victoria de Piñera significa un retroceso enorme en un país que aún no ha culminado la transición. Con Piñera en La Moneda, la Constitución de 1980 (impuesta por Pinochet) continuará vigente y no será reformada; el movimiento obrero seguirá sufriendo el Código del Trabajo pinochetista (impuesto en 1980 por el ministro de Trabajo, José Piñera, hermano del presidente electo), que dificulta el derecho a la huelga e impide la negociación de convenios colectivos; los casi 800 represores de la dictadura actualmente procesados tendrán garantías de impunidad; la empresa pública del cobre (Codelco) será probablemente privatizada, al menos en parte; el millón de chilenos que vive en el exterior no conquistarán su derecho al voto; la ley electoral binominal no será reformada; el pueblo mapuche seguirá siendo masacrado en la Araucanía (región donde, por cierto, ayer Piñera obtuvo el 57,51% de los votos); y, en definitiva, los grandes capitales podrán seguir acumulando riquezas en uno de los países del mundo donde la brecha entre clases sociales es más acentuada.
Entre las incógnitas que abre el nuevo escenario está el futuro de la Concertación, una coalición que aglutina a democristianos, socialistas, liberales y radicales. En sus palabras de reconocimiento de la derrota, Frei y otros dirigentes dejaron entrever anoche que la coalición que ha gobernado el país desde 1990 permanecerá unida.
Sin embargo, esta coalición ha estado unida en la última década sobre todo por el interés por conservar el poder, y las prebendas que conlleva, y en la primera vuelta del 13 de diciembre un diputado salido de las filas del Partido Socialista, Marco Enríquez-Ominami, fue capaz de obtener el 20% de los votos.
El hastío ante la Concertación, ante las mismas caras que han copado la escena politica del país durante veinte años, ha podido más que la memoria de una dictadura en la que la derecha brindó su apoyo a Pinochet, secundó su proyecto político y económico e ignoró las gravísimas violaciones de los derechos humanos.
Una especial responsabilidad en el nuevo escenario corresponde a las fuerzas de izquierda, al movimiento popular chileno, hayan o no votado ayer por Frei. Ante el horizonte de cuatro años de gobierno de la derecha, con un papel relevante probablemente del partido pinochetista Unión Demócrata Independiente (UDI), la necesidad de una confluencia de todas aquellas fuerzas políticas y sociales que defienden una alternativa al neoliberalismo, que volverá a su mayor expresión a partir del 11 de marzo, es más necesaria que nunca.
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