miércoles, 19 de junio de 2013

Guatemala: La transición requisada

Foto Ramón Lobo
Por Ramón Lobo | Jot Down

En la comunidad de Aguascalientes, en el valle del Polochic, un lugar paradisíaco al noroeste de la capital de Guatemala, los gallos andan errantes y cantan a deshora con voz ronca. 

Se les debió meter dentro la tristeza de las personas: campesinos desalojados de sus tierras en marzo de 2011 por la empresa Chabil Utzaj (la Buena Caña). Son mayas q’eqchi’es. Les expulsaron de los campos en los que plantaban maíz, frijoles, chile y cardamomo. Para ellos, el exdictador José Efraín Ríos Montt y el poder absoluto que simboliza no es un pasado lejano, sino un presente continuo.

Enrique Quib muestra las cinco balas recogidas en el suelo durante el desalojo de Aguascalientes. La mano es firme pero la voz está quebrada por la emoción. Habla de soldados armados, empellones, camiones acarreando personas como si fueran reses, de tierras robadas y humillaciones. Le cuesta contener las lágrimas.

A Juancho Chokool le falta la pierna derecha. Escucha a la sombra de un árbol el relato de Quib apoyado sobre unas muletas cruzadas. Tiene la boca entreabierta, congelada en un gesto de rabia. Juancho es barquero, el encargado de cruzar el río Polochic en una canoa de madera que hace aguas por los cuatro puntos cardinales. Los campesinos quieren mostrar los destrozos causados por Chabil Utzaj, hoy propiedad de la multinacional nicaragüense del Grupo Pellas.

Dicen que emplearon maquinaria pesada para arrancar sus cultivos de maíz, frijoles y chile a dos semanas de la cosecha al otro lado del río. Aunque la tierra pertenece a la empresa, la ley guatemalteca establece que los cien metros de cada margen de los ríos son terreno público. Nadie denunció a Pellas. No hay confianza en un país sin catastro ni tribunales rurales y en el que el 97% de los homicidios queda impune.

El paisaje es hermoso con la Sierra de las Minas al fondo, objetivo de las compañías mineras ávidas de concesiones. Algunas personas cruzan a pie el río en una zona menos profunda. Les cubre hasta la cintura; llevan los brazos levantados como si fueran prisioneros. Candelaria señala la tierra removida. “¿Qué ganan quitándonos el alimento? ¿Qué daño hacemos? ¿Por qué no nos dejan vivir?”. Poco después despega una avioneta roja de la empresa. Su vuelo es circular y a baja altura; parece intimidatorio. Es la encargada de asustar a los invasores. Así llaman a los campesinos sacados de sus tierras que se resisten a dejarlas. Se escucha un disparo al aire. El eco del valle responde con otro.

Guatemala presume de cultura maya. La exhibe. Es su imagen, la huella dactilar de un país con una mayoría de población indígena, entre un 50 y un 60%. Parece un lugar acogedor para el millón ochocientos mil turistas que lo visitan cada año y dejan en sus arcas cerca de 1300 millones de dólares. Es, junto con las remesas de los emigrantes (4800 millones; el 10% del PIB), una de las principales fuentes de riqueza. Los mayas antiguos, su cultura milenaria, las pirámides de Tikal, son el reclamo. Los mayas de hoy del Polochic nunca salen en los catálogos de las agencias de viaje ni en los paneles de publicidad del aeropuerto. Son invisibles al turismo.

El río Polochic con la Sierra de las Minas al fondo.

Dentro de esa Guatemala hermosa, late otra dura y violenta: 38 crímenes por cada 100.000 habitantes —solo superada por Honduras—, comercios protegidos por barrotes, tenderos temerosos, seguridad privada (su número supera al de policías) armada con fusiles desvencijados que parecen más cerca del desguace que del socorro. Guatemala huele a miedo, a balas perdidas como Johannesburgo.

En el interior de ambas, embutida en una matrioska rusa, se esconde una tercera, la que persiste, la racista que ejerce una violencia económica cotidiana contra los más pobres y contra las mujeres; la de los terratenientes y multinacionales que acaparan riqueza y copan las tierras fértiles (el 70% está en manos de un 3% de la población); la de los militares que se mantienen como un poder aparte casi 17 años después de la firma de los Acuerdos de Paz en diciembre de 1996. Es la Guatemala bronca que amenaza, acecha, secuestra y mata líderes campesinos, sindicales, periodistas y defensores de derechos humanos. Bajo todas las Guatemalas hay otra, muy pequeña, que sostiene un hilo de esperanza.

Ríos Montt es el primer exdictador juzgado en su país por el delito de genocidio. Cada mañana, delante de la Corte Suprema de Justicia, cerca de la plaza bautizada de los Derechos Humanos, se forma una fila multicolor de personas silenciosas. Son mayas ixiles: madres, padres, mujeres, maridos, hermanas, hermanos, familiares de las víctimas de las masacres ordenadas entre marzo de 1982 y agosto de 1983 bajo el gobierno del general procesado: 1771 muertos, 1465 menores violadas, 29.000 familias desplazadas del triángulo Ixil (Quiché norte).

“Nunca pensamos que llegaríamos tan lejos”, dice Alejandra Castillo, subdirectora del Centro para la Acción Legal en Derechos Humanos (CALDH), responsable de asesorar a los familiares. “Han sido doce años de lucha. Por primera vez se escucha el relato de las personas que han padecido un genocidio”. Castillo habla desde una emoción que parece llenarla de electricidad, sentada en un sofá próximo a la sala. Son las ocho de la mañana. Se abre el ascensor del tercer piso y de él surge Ríos Montt flanqueado por un tropel de guardaespaldas. Parece un hombre cansado a sus 86 años. Poco queda en apariencia del militar bravucón que amenazaba en 1982 con fusilar a sus enemigos. Al pasar delante del sofá, el exdictador inclina la cabeza. Castillo no responde al saludo, solo sigue su caminar hacia el banquillo de los acusados.

El líder de la lucha para la defensa de las tierras indígenas se llama Daniel Pascual. Es el coordinador general del Comité de Unidad Campesina (CUC). Tiene 41 años; es alto, fuerte, con un pelo negro abundante y una mirada viva. Viste poncho rojo y un sempiterno sombrero de paja. El CUC ha organizado un acto en el centro de la capital para recordar los desalojos del Polochic iniciados hace dos años y destacar el incumplimiento del presidente, el exgeneral Otto Pérez Molina, que les prometió tierras. Los transeúntes se detienen apenas unos minutos, curiosean y prosiguen su camino. La ley del silencio se mantiene como una impronta colectiva en un país en el que el 25% de los delitos contra los defensores de cualquier tipo de derecho humano es obra de las fuerzas de seguridad del Estado.

Pascual sostiene que el problema de la tierra en Guatemala es histórico: “Empezó con los invasores que colonizaron nuestras tierras hace 520 años y se agravó a finales del siglo XIX con la redistribución de tierras ordenada por el presidente Rufino Barrios”, explica. Aquella amortización liberal afectó a los privilegios y a las propiedades de la Iglesia, no a los grandes terratenientes y jamás benefició a los campesinos, a los que Barrios convirtió en trabajadores forzados de las fincas y del Estado.

Al líder del CUC no le amilanan las amenazas que recibe. Su objetivo es articular una plataforma común con las reivindicaciones campesinas que permita presionar al poder y lograr cambios reales, sostenibles. El CUC organizó en marzo de 2012 la Marcha Campesina Indígena y Popular sobre la capital. Fueron 212 kilómetros a pie. Nadie le dio importancia hasta que congregó a miles de personas. La capital los recibió como héroes y forzó a las autoridades al diálogo, a tenerles en cuenta. Hubo reuniones con el Gobierno, la Corte Suprema, el Ministerio Público (que equivale a la Fiscalía General del Estado en España). Llovieron las promesas. Más tarde, apagado el foco mediático, llegaron los incumplimientos, la burocracia. El impacto de la marcha se diluyó, como los acuerdos de paz.

Un hombre escucha los testimonios de las víctimas en el juicio a Ríos Montt.

Pascual denuncia un clima de impunidad permanente; también, la corrupción que afecta, entre otros, al Fondo de Tierra (Fontierra), institución creada en 1999. Lo que debía ser un instrumento en el proceso de reconciliación ha terminado en un desastre. Las tierras fueron compradas para la recolocación de los campesinos desplazados por la guerra civil. Estos pagaron con ‘capital semilla’ y unos créditos que ya no pueden devolver. Fue una idea del Banco Mundial; llamó al experimento ‘acceso a la tierra vía mercado’. La deuda de los campesinos asciende a 331 millones de quetzales (unos 33,2 millones de euros).

Las fincas entregadas tenían 10 años de período de gracia que, en la mayoría de los casos, ya venció. Fontierra quiere ejecutar las hipotecas, quitar las tierras. La marcha campesina planteó al presidente Pérez Molina la condonación de esta deuda. Muchas comunidades creyeron que sería perdonada como resarcimiento de lo que perdieron durante el conflicto. También hubo ventas a terceros, negocios, estafas, ignorancia, analfabetismo. Aunque el Gobierno prometió una solución, no existe una negociación conjunta, se prefiere ir caso por caso.

Jacobo Árbenz fue el único presidente guatemalteco que intentó una verdadera reforma agraria. Lo derrocó en 1954 un golpe de Estado organizado por Estados Unidos desde Honduras bajo la excusa del peligro comunista. Eran los tiempos de la guerra fría. Estaban en juego, entre otros, los intereses de la Fruit Company, cuyo poder desmesurado en Centroamérica alumbró el término “república bananera”. Tal era su peso en Guatemala, que la única línea férrea del país se construyó para trasladar sus productos desde las plantaciones hasta Puerto Barrios, en el Atlántico. Con Árbenz finalizó la década democrática, la única ventana de libertad en cientos de años de barbarie. En 1960 estalló la guerra civil (el conflicto interno, según la terminología militar). Duró 36 años: 200.000 muertos, entre 40.000 y 45.000 desaparecidos; una sociedad quebrada, enferma, que ha perdido su sentido de la honestidad.

Aquellas matanzas coinciden con las disputas de tierras. A los latifundistas se les unieron los militares, convertidos en otra clase depredadora. “Lo que sucede hoy en el valle del Polochic”, asegura Pascual, “es la continuación de un proceso. Muchas de las tierras robadas en las masacres se vendieron a sus propietarios actuales. Son tierras que pertenecieron a los bisabuelos, abuelos y padres de los campesinos que hoy las trabajan”.

La propiedad de la tierra es el gran obstáculo que podría quebrar la paz sellada en 1996. Lo reconoce el Alto Representante de Naciones Unidas en Guatemala, el italiano Alberto Brunori, que lleva doce años en el país en distintas etapas. Es un experto que debe hablar como un diplomático, con sordina. Uno de los pilares de aquellos acuerdos debía ser la Ley del Desarrollo Rural Integral, destinada a promover “la democratización de la estructura agraria y desincentivar la concentración de tierra”. No se ha aprobado ni se prevé que suceda en los próximos meses. Aunque no profundiza en un asunto tan delicado, los empresarios la consideran expropiatoria. El Parlamento, dominado por las élites económicas y militares bloquea todo intento de reforma de la tierra, un tema tabú. Pese a las dificultades crecientes, Brunori dice que “es excesivo afirmar que los acuerdos de paz han sido vaciados de contenido”. Algunos campesinos acarician la idea de volver a la lucha, pero no hay armas ni dinero ni ganas ni impulso; solo una sociedad exhausta en la que la extrema derecha militar se siente fuerte y amenaza con un golpe de Estado si condenan a uno de los suyos.

Al conflicto tradicional de la tierra se une el de la minería: multinacionales que llaman a la puerta del Gobierno para hacerse con la explotación de las riquezas. No existe transparencia en este tipo de concesiones. El presidente Alfonso Portillo, del partido de Ríos Montt, espera juicio para ser extraditado a EE. UU. por blanqueo de dinero. Su administración fue la más corrupta entre las corruptas. Al tercer día de la vista oral contra el exdictador aparecieron decenas de jornaleros que se situaron en la entrada lateral próxima al Ministerio de Finanzas, lo que no deja de ser una ironía, para escenificar su apoyo. ¿A qué han venido, señora?, pregunta el periodista. “Creo que a algo de Portillo, pero no sé bien”, responde. ¿Desde dónde viene? “De la terminal [estación de autobuses]”. Para estos ‘defensores’ de Portillo es un buen día de trabajo: 100 quetzales (10 euros), comida y transporte.

En la finca Los Alpes, situada entre nubes y montañas en el departamento de Alta Verapaz, se respira preocupación, miedo. Doscientas sesenta y tres familias se enfrentan a una inminente expulsión de las tierras de sus antepasados. Carecen de escuela y pozos de agua. El centro médico más próximo está en La Tinta, a unos 45 minutos en un vehículo todoterreno. Son campesinos muy pobres que malviven de sus cultivos tradicionales. Marcelino Chen es el más viejo. Camina erguido con sus 88 años. Le sostienen el orgullo y un sentido profundo de pertenencia. Sus manos son poderosas: venas y arrugas como las vetas de un roble. “Con ellas he trabajado estas tierras durante 68 años”, dice. No tiene seguros ni pensión ni agradecimiento.

Una mujer da el pecho su hijo en la comunidad La Constanza.


Clotilde es madre de ocho hijos. También observa desde una mirada inquietante, entre desafío y tristeza. Acaba de hablar en una asamblea en la que se informaba de las novedades de su lucha y de la necesidad de unirse al CUC para defender sus derechos. Los hombres vitorearon sus palabras cargadas de resistencia, lo que es mucho en una sociedad que sigue siendo profundamente machista.

Los campesinos de Los Alpes dicen ser propietarios de las tierras en las que viven y trabajan, pero carecen de documentos reconocidos por el Estado. Descienden en su mayoría de mozos-colonos, que iban unidos a la tierra aunque esta cambiara de dueño. Algunos finqueros les pagaban un sueldo; otros les permitían cosechar su manutención a cambio de un trabajo casi esclavo. El salario mínimo en Guatemala es de 2421 quetzales al mes (242 euros). Pascual asegura que debería llamarse salario máximo: casi ninguno llega a esa cantidad. Los trabajadores que recogen caña de azúcar cobran un dólar por tonelada. Solo pueden trabajar los más fuertes, los más jóvenes. Es un oficio duro en el que a los 30 años eres un viejo.

El dueño de Los Alpes murió en un accidente de avioneta. Dejó 34 millones de dólares de deuda y unos trabajadores huérfanos. No debía ser demasiado popular el “señor Hans” (de origen alemán como muchos terratenientes de la zona) porque su fallecimiento fue celebrado como una bendición de los dioses. El hombre que quiere comprar los Alpes exige la finca “limpia”, sin personas. En el valle, la moda es plantar palma africana y caña de azúcar. Los propietarios están volcados en la producción de materias primas vegetales para biocombustibles.

Los campesinos llaman Pacha Mama (Madre Tierra; un vocablo quechua) a la tierra que les alimenta y protege. Es el centro de su cultura, de su cosmología. Pese a ser la mitad de la población del país carecen de peso político. Su rechazo a las instituciones ladinas (blancos y mestizos) y la división idiomática (existen 22 lenguas mayas; la mayoría no se entienden entre sí) les deja fuera del sistema.

“La principal diferencia con El Salvador es que allí no hay una cuestión indígena”, asegura una fuente que lleva 40 años en Centroamérica y no desea ser identificada. “En El Salvador funcionaron los acuerdos de paz porque la antigua guerrilla era fuerte y se aseguró paridad en las instituciones creadas. Con la paz ganó peso político. En Guatemala, la guerrilla concentró su esfuerzo en lograr unos acuerdos de paz que sobre el papel son extraordinarios, pero después se quedó sin fuerza”.

“Para los indígenas el maíz no es solo un alimento, es su conexión con la tierra; un compromiso religioso”, asegura Enrique Naveda, editor general de Plaza Pública, una web de información, una bocanada de aire en un panorama periodístico y televisivo controlado por las grandes fortunas. Cita la obra cumbre de Miguel Ángel Asturias,  Hombres de maíz: “Les acusan de bloquear el progreso, de oponerse a la minería, a los monocultivos de azúcar y palma africana, pero para ellos el progreso es que la montaña siga como está. Es otro tipo de vida, otra mentalidad”.

Jot Down trató repetidas veces de entrevistar al ministro de Agricultura, Elmer López. Su agenda no permitió un encuentro que siempre se aplazaba. Tampoco ha contestado al cuestionario enviado por correo electrónico.

La comunidad de Los Alpes no confía en el Gobierno del presidente Otto Pérez Molina. Su líder, Santiago Rax, asegura que tratan de entregarles tierras de baldío improductivas. “Estamos preocupados. Sabemos lo que ha sucedido en otras fincas, cómo se producen los desalojos”. El padre Darío Caal es menudo, tiene 56 años y una energía inagotable. De él dependen 74 comunidades a las que escucha, socorre y oficia misa en la medida de sus posibilidades. Es el encargado de llevar esperanza a Los Alpes, la más cercana. “A las que están más alejadas voy una o dos veces al año. Mi área pastoral se extiende entre dos sierras”, dice señalando a la de la Minas al otro lado del valle del Polochic. “Lo único que nos llegó de la globalización es el teléfono móvil y la Coca Cola”, dice entre risas. Al padre Darío también le llegan mensajes, cartas amenazadoras que le acusan de incitar a la violencia. En una de ellas se le imputa “el delito” de convocar a la gente a través de Internet.

Después de descender por una carretera pedregosa que parte de los Alpes, ya en la localidad La Tinta, en el centro del valle, dos pintadas sitúan al visitante: “¡Viva Zapata!” “¡Los políticos son una mierda!”. A los campesinos “sin papeles” del Estado se les expulsa de las tierras de sus antepasados, donde muchos están enterrados; a los que tienen documentos, les compran las tierras en una negociación sin escapatoria. Un guatemalteco que también prefiere el anonimato explica el método: “Mejor me vendes ahora o vendré a negociar con tu viuda”. Las amenazas no son una broma en un país en el que la violencia es una manera de hacer política.

Mujer y niños en la comunidad de Aguascalientes.

Tras cruzar el Polochic por un puente y vadear otros dos ríos se llega a La Constanza, una comunidad rodeada de árboles de hule (palabra náhuatl para el caucho). Apenas penetra la luz del día en el bosque. Hay tanto silencio como en una catedral. Cada árbol muestra cortes en espiral que sirven para obtener la savia. Viven en medio de la pobreza en chabolas alquiladas a otros campesinos. Pagan 150 quetzales al mes (15 euros). Los hombres venden madera por 10 quetzales el día (un euro) en La Tinta y en Telemán, dos de los pueblos principales; las mujeres lavan en el río por 15 (un euro y medio).

El relato de Olga Chu es el de su comunidad: decenas de militares y policías, armas, culatazos, violencia, gritos, insultos, ropa y casas quemadas; expulsados sin nada, con lo puesto. En un extremo del chamizo que sirve para reuniones hay una mesa vestida como un altar: cubierta con la bandera del CUC y una vela encendida. A su lado, una mujer-niña da de mamar a su hijo. Tiene la boca seca, sin palabras; solo escucha y sonríe, no habla. Cada familia de La Constanza organiza su existencia, el trabajo, la manera de conseguir dinero. No existe líder comunitario que reparta las tareas. Todos proceden de la finca Tinajas dedicada al cultivo al por mayor de la caña de azúcar. Describen un tiempo pasado feliz en el que araban sus tierras y obtenían su alimento. “No podíamos pensar que esto iba a suceder”, dice Chu.

Mari Paz Gallardo trabaja en la Unidad de Protección a Defensoras y Defensores de Derechos Humanos en Guatemala (Udefegua), que recibe financiación de la ONU; EE. UU., Holanda, entre otros. Tiene trabajo a destajo en un país en el que el partido del presidente Pérez Molina, un exgeneral, considera enemigos de la patria a las organizaciones nacionales o internacionales que defienden los derechos de las personas. El lenguaje es el mismo de los tiempos de la guerra civil; el envoltorio es otro, con un pátina de democracia para atraer inversores.

La ONG Intermón Oxfam, con décadas de experiencia en Guatemala, estudia estos días reactivar un programa de hace 20 años para la protección de los líderes de derechos humanos, sindicales y campesinos. Es un medidor del retroceso.

Donde se ha producido una violación masiva de derechos humanos es imposible la justicia. El juez español José Ricardo de Prada, magistrado en la Sala de Crímenes de Guerra del Tribunal de Bosnia-Herzegovina en Sarajevo entre 2005 y 2007, sostiene que “es necesario alcanzar una cantidad suficiente de justicia para que las víctimas sientan que se ha hecho justicia. Por eso es esencial juzgar a los líderes, que se visualice que los grandes jefes no quedan impunes. Pero siempre quedarán por desgracia cientos de casos sin castigar”.

Es esencial oír a las víctimas, que se escuchen sus voces, como sucede en el juicio a Ríos Montt. Mari Paz Gallardo sostiene que son pasos necesarios, imprescindibles, “para devolver la dignidad a los muertos y los vivos, a sus familiares”, algo que “no ha ocurrido aún en Guatemala”.

Enrique Naveda, editor general de Plaza Pública, afirma que el juicio de Ríos Montt “es un proceso al Ejército”, a una manera de actuar. Fuentes diplomáticas rechazan la idea: “Sería peligroso que quedara esta impresión, de que se trata de un juicio a las Fuerzas Armadas”. Los informes, como el de Gerardi sobre la memoria histórica y el de la misión de la ONU, son claros en cuanto a la responsabilidad de los bandos en la guerra civil: el Ejército y sus instrumentos como las brigadas de autodefensa campesina cometieron el 90% de las violaciones de los derechos humanos.

En los medios de comunicación guatemaltecos se libra una batalla paralela al juicio contra el exdictador. La Asociación de Veteranos Militares de Guatemala financia páginas de publicidad para defender un argumento: no hubo un genocidio; son cosas del pasado ya amnistiadas y que no deben removerse. El presidente, Otto Pérez Molina, un exgeneral que mandó una unidad militar en Quiché en la época del dictador ahora juzgado, también se ha pronunciado. Todos protegen su hoja de servicios. Todos temen acabar en el banquillo de los acusados.

“Ríos Montt carece de importancia. Hay muchos más como él que no han sido procesados”, dice la fuente con 40 años de experiencia en Centroamérica. El libro de Francisco Goldman El arte del asesinato político (Anagrama) es el resultado de una investigación sobre el asesinato del obispo Juan Gerardi ocurrido el 26 de abril de 1998, la actuación de la policía y los fiscales en la escena del crimen, más dedicada a borrar pruebas que a buscarlas, y el posterior juicio.

La muerte del prelado tuvo lugar cuarenta y ocho horas después de que la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado, impulsada por Gerardi, presentara el informe de la Recuperación de la Memoria Histórica, un documento clave en la denuncia de los abusos militares. En el libro de Goldman se exponen los métodos de los servicios de espionaje y del Estado Mayor Presidencial (del que Pérez Molina llegó a ser jefe con Ramiro de León Carpio). Su mejor especialidad es lanzar cortinas de humo, trastocar pruebas, comprar testigos, jueces y periodistas, confundir a la opinión pública para que al final nadie esté seguro de lo que pasó.

En la iglesia de San Sebastián hay trasiego: decenas de fieles entran y salen con la devoción dibujada en el rostro. Uno de los sacerdotes que dirigen confesiones con la estola al cuello dedica unos minutos al periodista. “El asesinato de Gerardi fue un gran conmoción para todos. Y lo sigue siendo. Le echamos mucho de menos”, susurra en voz baja para no importunar a los que rezan en las bancadas del templo. “Fue un crimen político. No hay duda. Era un hombre molesto para el poder”. Una voluntaria de 82 años nos acompaña al garaje colindante donde fue asesinado Gerardi. Una foto del obispo, una corona de flores plásticas y una cruz presiden el lugar exacto donde cayó el cuerpo. A los lados se extienden murales con escenas de la vida del sacerdote y algunas de las proclamas de una lucha que no termina: “No a la minería”; “solo queremos ser humanos”; “vivos se los llevaron, vivos los queremos”. Dentro del garaje se escuchan los rezos del interior de San Sebastián.

Frente a la Guatemala optimista, empeñada en sostener un hilo de esperanza, está la derrotista, la que afirma que el país esta próximo a la categoría de Estado fallido en el que las bandas del narcotráfico se han hecho fuertes. Muchos de los crímenes recientes, en los que son frecuentes las decapitaciones y las desmembraciones de los cuerpos, tienen el sello de los Zetas mexicanos para los que han trabajado matones procedentes de una de las unidades más sanguinarias del Ejército, los Kaibiles, de los que fue instructor Pérez Molina y con los que coqueteó el capitán Byron Lima Oliva, condenado a 20 años de cárcel por el asesinato de Gerardi. A la violencia tradicional, se suma la de los carteles colombianos y mexicanos y la de las maras (pandillas de jóvenes). Una mujer, la fiscal general del Estado, Claudia Paz y Paz, se ha convertido en el gran azote de narcotraficantes y militares. La extrema derecha la odia, la considera culpable de los juicios contra militares, como el de Ríos Montt. Paz siempre va acompañada de guardaespaldas. Pérez Molina buscó su salida, pero la fiscal está protegida por la ONU y EE. UU., que aplauden su trabajo.

Sofía Menchú es periodista; conoce el caso Byron Lima, el funcionamiento de las cárceles y de los servicios secretos. Publicó hace unas semanas en El Periódico, el más crítico junto al vespertino La Hora, una información sobre los privilegios del capitán Lima en prisión, de la que entraba y salía a su antojo además de controlar todo tipo de negocios desde su interior. Ahora lleva guardaespaldas. Igual que el líder campesino Daniel Pascual, Menchú asegura que “existe una involución”. “Los primeros días después de la amenaza me puse nerviosa, tenía miedo; después pensé que no podía seguir viviendo así, que debo hacer mi trabajo como si nada hubiera pasado”.

Las amenazas son a menudo sutiles: una llamada telefónica a deshora, un coche sospechoso en la puerta de la casa; pequeños detalles que contienen un mensaje: “sabemos dónde vives, qué haces”. Otras veces no hay circunloquios y se pasa a la acción, como en el secuestro de cuatro líderes sindicales de Jalapa que preparaban una votación que a buen seguro rechazará la presencia de una empresa minera en sus tierras. Uno murió, apalizaron a dos y el cuarto, Roberto González, sobrevivió de milagro. “Eran 15 o 20 hombres; llevaban pasamontañas, botas, guantes y armas. Los sacaron del coche tras seguirlos un tiempo. Los golpearon y ataron los pies y las manos con el tipo de cinta que se usa para sujetar la dinamita. Dos consiguieron zafarse y escapar heridos. A Roberto [el líder de Jalapa] lo liberaron en un hotel a 60 kilómetros de distancia después de que retuviéramos al viceministro de Gobernación. Le vi enviar mensajes con su móvil”, relata Juan Jiménez, que pertenece al grupo de oposición a la minería. ¿Eran sicarios? “No; eran militares”.

El problema de Jalapa es el mismo del Polochic: la propiedad de la tierra; quién tiene derecho a decidir sobre su uso. “Tenemos una cédula real de España otorgada por Carlos V en la que se dice que son nuestras”, asegura Jiménez.

Candelaria con tierra del Polochic.

La ciudad de Panzós es un lugar sombrío, triste. Se llega desde Telemán, el pueblo favorito de la azucarera, por una carretera en obras. Es el dinero de la cooperación japonesa el que cambia las pistas de tierra, impracticables en la estación de lluvias, por otras de cemento. Los obreros se afanan en su quehacer mientras los tractores y las máquinas recogen caña a destajo para cargarla en camiones enormes. La nueva carretera no es para los indígenas ni para los pueblos de la comarca, es para la empresa Chabil Utzaj (la Buena Caña). Siguen los tiempos de la Fruit Company.

En Panzós se produjo la primera matanza de la guerra civil en 1978, que sería después un patrón en la década de los ochenta. Decenas de campesinos fueron convocados por el alcalde de entonces, Walter Overdick García, para una reunión. Cuando llegaron no había más interlocutor que el Ejército, que los arremolinó en la plaza principal. La mujer que lideraba a los campesinos, Adelina Caal Maquín, se enfrentó al jefe de los uniformados. Murieron más de cien personas; 34 de ellas en la plaza, el resto de sus heridas, en el centro de salud, perseguidos en las montañas o ahogados en el río Polochic.

El actual regidor de Panzós se llama Jaime León. Es miembro del Partido Patriota de Pérez Molina. Cuando se le pregunta si hubo genocidio en Guatemala, responde que lo hubo. Ahora anda metido en batallas legales con el ingenio Chabil Utzaj, al que trata de imponer un impuesto municipal por la plantación de caña de azúcar. “No podemos cobrarles nada porque ese cultivo no existía y no está reflejado en las ordenanzas. Es necesario que los diputados aprueben una ley que lo autorice. Hemos llegado hasta el Congreso para conseguirlo pero el procedimiento está atascado”. ¿Son las empresas las que bloquean leyes que consideran perjudiciales? “Así es”, responde. León dice que los vecinos se quejan del ruido, de que las máquinas y los camiones trabajen las 24 horas. “Hemos convencido a la empresa y tres de las familias principales de Panzós para construir junto al Ayuntamiento un desvío y un puente para evitar que los camiones crucen por el centro”.

En casa de María Maquín se respira el mismo halo de tristeza que flota en la plaza de Panzós. María tiene 48 años. Es nieta de Adelina, la lideresa campesina. El día de la matanza, el 29 de mayo de 1978, acompañó a su abuela a Panzós. Para ella era como una madre. Manchada de sangre se hizo la muerta entre cadáveres mientras que los soldados buscaban vivos para el remate. Cuando pudo escapó a través del río Polochic en dirección a las montañas. Tenía 13 años y sabía nadar. Se refugió en casas y rocas. El Ejército persiguió a la nieta de Mama Maquín. No quería testigos ni símbolos. María habla despacio, masticando los sentimientos. Aunque es una historia mil veces repetida se emociona al contarla. Asegura que el sacerdote de Panzós le habló de un obispo que quería su testimonio. Era Gerardi, cuando la Iglesia recogía evidencias de lo ocurrido para documentar la Memoria Histórica.

El hijo de María Caal Maquín escucha el relato de su madre mientras termina sus deberes sobre una mesa de madera. En una esquina de la estancia cuelgan las fotos de sus héroes: Cristiano Ronaldo, Cannavaro, Forlán. Quizás sean los símbolos de una normalidad que no termina de llegar; otros ejemplos de globalización que olvidó mencionar el padre Darío, el párroco de Los Alpes. Como lo es también el Barça, cuyas camisetas inundan el país.

Ha pasado mucho tiempo, pero María evita Panzós. Es una zona maldita. El valle del Polochic sigue siendo un territorio de injusticia, de campesinos expulsados de sus tierras, de grandes negocios. “¿La Buena Caña?”, ironiza uno. “Será buena para ellos; para nosotros es mala”.

Fredy Peccerelli es el director y fundador de la Fundación de Antropología Forense de Guatemala (FAFG); ha logrado junto a su equipo de expertos identificar 6500 desaparecidos. “No trabajamos para los muertos, trabajamos para los vivos”, asegura. “Cuando anunciamos en los medios de comunicación que disponíamos del primer banco nacional de ADN para identificar a los desaparecidos, pensé que las colas llegarían hasta el palacio presidencial, pero no vino nadie. Después nos dimos cuenta de que se trata de una decisión extremadamente difícil; supone dejar de buscar al desaparecido entre los vivos para buscarlo entre los muertos”.

“Mi nombre no es XX. Tu ADN puede identificarlo”, reza la campaña de la fundación. XX es un cuerpo sin nombre, un nadie. El equipo de Peccerelli es de los mejores del mundo. Ha trabajado en Visoko, Bosnia-Herzegovina, en la identificación de los muertos de Srebrenica. Guatemala es posiblemente el país con más desaparecidos per cápita. “Hace poco estuvo aquí un reportero del diario The New York Times y me pidió disculpas en nombre de los periodistas de su país por haber prestado tan poca atención al conflicto de Guatemala. Todos iban a El Salvador y Nicaragua”.

“El Ejército guatemalteco ha sido el más violento de Centroamérica”, dice la fuente que lleva más de 40 años en la zona. “Cuando los norteamericanos frenaron las ayudas en la época de Jimmy Carter, los militares recurrieron a Israel y a la Argentina de la dictadura, que no son precisamente los mejores valedores de los derechos humanos. Es duro decirlo, pero se trata de un Ejército brutalmente efectivo”. EE. UU. no es inocente en los crímenes cometidos en Guatemala. Bill Clinton pidió perdón a las víctimas, pero el acto de contrición duró poco. El siguiente presidente, George W. Bush, volvió a esgrimir el peligro comunista.

Peccerelli dice que no siempre los huesos hablan, no siempre cuentan cómo fue la muerte del cuerpo que los envolvía. “Los que mataban aquí sabían cómo hacerlo para no dejar señales en los huesos”.

El cementerio de La Verbena es una mina de desgracia. En él están sepultadas más de 3000 personas sin identificar. Son muertos de 1981, 1982 y 1983, los años de la mayor represión. “La cifra es lo primero que nos llamó la atención. El número normal de muertos en este cementerio no sobrepasa los 180 por año. Son señales que alertan de que allí puede haber desaparecidos”, asegura Peccerelli. “Cuando logramos identificar unos restos y se los entregamos a la familia se produce otro momento difícil. Muchos de ellos han pasado la vida buscando al desaparecido y ahora no saben cómo vivir, qué hacer sin esa búsqueda, sin el motivo de todos esos años de lucha. Deben aprender a vivir con la certeza del muerto”.

En la puerta de la Fundación cuelga un telar con un texto conmovedor. Es de la familia de Sergio Saúl Linares Morales, el primer identificado por el equipo de la fundación. “Gracias por encontrarme y haberme identificado”.

Rebeca Lane es una mujer fuerza, como Candelaria, la campesina del Polochic que sostiene la tierra, como la indomable fiscal Claudia Paz. Las armas de Lane son la voz y el rap; unas letras comprometidas y desafiantes, feministas, que deben sonar a puñetazos en una sociedad machista y xenófoba que trata de simular que el pasado no existe. En la canción Políticamente incorrecta, Lane dice que por sus venas corre sangre guerrillera y desvela que una tía fue secuestrada y desaparecida en los años ochenta. Su Twitter RebecaLane666 es otro guante para la pelea: “Así es mi tierra, así es mi gente. Matan a 200.000 y desaparecen a 45.000 y aún así niegan el genocidio”.

Enrique Naveda, editor de Plaza Pública, alerta contra un rasgo muy guatemalteco: el pesimismo exacerbado, una herencia española. Pese a tanta desesperanza lubricada en años de historia sangrienta, en Guatemala hay personas empeñadas en caminar. Los optimistas, que los hay, como Alejandra Castillo, subdirectora de CALDH, esperan que el juicio de Ríos Montt sea una oportunidad para impulsar los Acuerdos de Paz de 1996. Pese a la represión muchos están perdiendo el miedo: Daniel Pascual, Sofía Menchú, campesinos de Los Alpes como Clotilde y Marcelino Chen, la jueza Barrios, María Maquín, el hombre que muestra las cinco balas en Aguascalientes, el barquero Juancho, el alcalde León de Panzós, los hombres de Jalapa que se oponen a la minería. “Me educaron a tener miedo, a no hablar; yo educo a mis hijos a no tenerlo”, afirma la subcoordinadora del Comité de Unidad Campesina, María Josefa Macz. Quedan las amenazas, las muertes, el runrún de la impunidad, pero algo está cambiando en el interior de la matrioska.

Quizá sea cosa de paciencia, de tiempo. No ayudan la crisis económica mundial ni la escasa atención de los organismos internacionales y de los medios de comunicación. Guatemala es un desaparecido informativo. Mirar hacia otro lado es otra forma de complicidad en las injusticias, en las matanzas. Informar, saber, educar, desenterrar a los muertos, juzgar, pedir perdón y no olvidar es el único camino para recuperar la dignidad colectiva. Sea en Guatemala o en España.

Fuente: Jot Down


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