Se podría
pensar que lo más verde de las propuestas de economía verde, que gana
terreno en diversos ámbitos oficiales, principalmente en las
negociaciones hacia la conferencia internacional Río+20, es el color de
los billetes que esperan ganar con ella las empresas trasnacionales que
han causado las crisis económicas, alimentarias, ambientales y
climáticas.
Esta es una de las conclusiones que se derivan al comprobar
que son las mismas compañías que controlan las tecnologías, las
patentes, los productos y los mercados de la economía verde.
Más
que una economía verde, la conjunción de oligopolios y nuevas
tecnologías está llevando a un asalto corporativo sin precedente de la
naturaleza, de lo vivo, de los sistemas de alimentación y de los
territorios de las culturas campesinas e indígenas, que irónicamente se
presenta como una nueva etapa del desarrollo sustentable.
El reciente informe Quién controlará la economía verde, del Grupo ETC (www.etcgroup.org/es/node/5298 ),
muestra que la tendencia hacia la concentración corporativa global
continúa, favorecida incluso por las crisis. Si bien en diversos
sectores analizados hay estancamiento del crecimiento o incluso menos
ingresos, las ganancias corporativas se mantuvieron, porque según su
propia definición hicieron más con menos. Con menos trabajadores, menos
prestaciones y derechos laborales, menos consideraciones ambientales y
de salud.
En el caso de
la cadena alimentaria agroindustrial, desde las semillas e insumos
agroquímicos, a la distribución, procesamiento y ventas en
supermercados, las ganancias aumentaron con la crisis alimentaria y
climática, en algunos casos en forma exponencial, gracias a la
manipulación de la oferta, a la desaparición de competidores, a los
subsidios públicos por desastres (para replantar cosechas arruinadas,
para ayuda alimentaria, etc).
Es dramático y
absurdo que en semillas –llave de toda la cadena alimentaria– una sola
empresa, Monsanto, controle 27% de todas las semillas comerciales a
escala global (y más de 80 por ciento en semillas transgénicas), y que
junto a dos empresas más, Syngenta y DuPont-Pioneer, controlen más de la
mitad del mercado mundial de semillas.
Las semillas y venenos químicos
que venden esas empresas son la base de la agropecuaria industrial que
ha destruido suelos, contaminado aguas y provocado la mayor parte de la
crisis climática global. Ahora van además por el monopolio de lo que
llaman semillas resistentes al clima –sequía, cambios de temperatura,
inundaciones–, alegando que con más del mismo modelo, con menos reglas
de bioseguridad, con más patentes a su favor y más apoyos de los
gobiernos para las empresas, ahora sí saldremos de la crisis que ellas
construyeron.
Al otro
extremo de la cadena alimentaria las grandes superficies de ventas
directas al consumidor (supermercados) han crecido a punto tal, que en
2009 superaron el mercado total de energéticos, el mayor del mundo por
décadas. Esto significa un brutal control corporativo de qué, cuándo,
cómo, con qué calidad, dónde y a qué precio se producen y consumen los
alimentos y muchos otros productos de la vida cotidiana.
En el informe
se analiza además el control corporativo en otros rubros, como agua,
petróleo y energía, minería y fertilizantes, forestación, farmacéutica,
veterinaria, genética animal, biotecnología, bioinformática, generación y
almacenamiento de datos genómicos.
Uno de los
aspectos más preocupantes son los impactos del avance del uso de
biomasa, a través de nuevos emprendimientos corporativos y tecnológicos.
Por ejemplo, la empresa de biología sintética Amyris, con sede en
California y Brasil, tiene asociaciones con Procter & Gamble,
Chevron, Total, Shell, Mercedes Benz, Michelin, Bunge y Guarani para
producir combustibles y sustancias industriales.
En Brasil, ya consiguió
que se permita la producción de combustibles a partir de la
fermentación de azúcares derivados de biomasa, con microbios
artificiales, cuyo escape constituye un grave riesgo (consumen celulosa,
presente en toda la materia vegetal), que de ninguna forma está
contemplado en los marcos de bioseguridad. Sin embargo, éste es uno de
los ejemplos de economía verde en Brasil.
Otro ejemplo
es la asociación de DuPont con el gigante petrolero BP, y las cerealeras
General Mills y Tate & Lyle (Bunge), que además de biocombustibles
agregan ahora combustibles derivados de algas. O la constelación Dow
Chemicals, con Chevron, Unilever, Bunge, la marina y ejército de Estados
Unidos, alrededor de la empresa de biología sintética Solazyme, para
transformar azúcares de bajo costo en aceites de alto valor, que podrían
ser desde combustibles a alimentos y muchos otros productos.
Todo esto
representa nuevos riesgos, pero además un aumento vertiginoso de la
demanda de biomasa, tierra, agua y nutrientes, que exige que denunciemos
estas propuestas por lo que son: nuevas formas de despojo.
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