Por Ricardo Guzmán Sánchez | ZonaFranK
El golpe de Estado es parte de la Estrategia de Seguridad Nacional estadounidense y de los “Bienes Comunes Globales” promovidos por las potencias para poseer recursos que están fuera de su jurisdicción.
Por tanto, toda lucha de países “tercermundistas” por preservar y controlar sus recursos naturales o frenar la expansión del mercado globalizado constituye una “declaración de guerra” contra Estados Unidos y sus aliados políticos.
No por azar los golpes de Estado y ataques “antiterroristas” en Oriente Medio, desde los años 50, están ligados a la lucha por el petróleo. En América Latina, donde la figura del “terrorismo” como enemigo no cuajó, los golpes de Estado han funcionado como un reloj bajo la apariencia de “defensa de derechos humanos”.
El golpe de Estado contemporáneo se ha ido adaptando a las condiciones del siglo XXI. No se sirve exclusivamente de las fuerzas armadas (aunque siempre mantiene bajo amenaza a los países insubordinados), usa de mampara el concepto de “legalidad”, que permite a Estados Unidos ejercer una “democracia controlada” y dominar las privilegiadas ubicaciones geográficas y recursos energéticos de nuestras naciones.
En América Latina, todos los golpes de Estado (1954, contra el soldado del pueblo guatemalteco Jacobo Arbenz; 1964, contra el gobernante brasileño João Goulart y el presidente boliviano Estenssoro; 1973, contra el socialista chileno Salvador Allende, apenas cuatro entre más de 300 planificados, promovidos y financiados por Estados Unidos) fueron perpetrados contra gobiernos populares que se declararon soberanos.
Dados los acuerdos internacionales de paz, libertad, desarrollo, derechos humanos y democracia entre las naciones, la tecnología y la globalización, las potencias mundiales han sustituido en su discurso oficial el lenguaje de agresión por nociones de naturaleza jurídica que, en base a todo tipo de acusaciones, legitiman la intervención sobre aquellos gobiernos que se oponen a sus voluntades político-ideológicas.
En pleno siglo XXI, los golpes de Estado han sido transformados solamente en sus metodologías y técnicas, no en su esencia: sustituir un gobierno por otro en razón de su funcionalidad para los intereses hegemónicos. La estrategia, señala Umberto Mazzei (2014), sigue siendo la misma: “concentrar las fuerzas en el punto más sensible del adversario, que en un Estado moderno son los servicios públicos y los medios de comunicación.”
El primero está relacionado a la percepción de satisfacción de las necesidades ciudadanas básicas: alimentación, salud, trabajo y educación. Estos servicios, que el neoliberalismo se empeña en privatizar, son fuertemente atacados por partidos políticos adversarios al Gobierno, organizaciones civiles e internacionales y medios de comunicación (segundo) que manipulan la realidad, promueven campañas y manifestaciones en redes sociales, todo con apariencia de rebelión y presentado como “masivo” para incidir sobre la opinión popular, señalando supuestas represiones violentas, censuras y abusos de poder.
Con la Operación Lava Jato, Caso Odebrecht, Nica Act y Ley Global Magnitsky Act, entre otras en curso contra América Latina, Estados Unidos ha puesto de moda un complejo aparato jurídico que constituye el más “nuevo” y peligroso golpe de Estado. Los presidentes (y funcionarios) implicados en una red de “corrupción” son gobernantes populares de países que el imperio yanqui ha atacado sistemáticamente en América Latina: Brasil, Venezuela, Perú, Ecuador, Bolivia, Paraguay, Nicaragua, Honduras y Cuba.
Quienes impulsan y apoyan este colosal proyecto golpista son derechistas radicales que, so pretexto de exilio político, ocupan puestos estratégicos y privilegiados en el “lobby” estadounidense. Los congresistas de origen cubano Marco Rubio, Ileana Ros-Lehtinen, Bob Menéndez y Albio Sires juegan un rol fundamental en estas posturas fascistas. De igual forma, funcionarios latinos educados en prestigiosas universidades gringas y que trabajan con presupuesto norteamericano (Sérgio Moro).
El polémico Golpe de Estado llamado Caso Odebrecht se ha expandido en el àrea como pólvora atacando a mandatarios como Dilma Rousseff y Luis Inacio Lula Da Silva en Brasil, Cristina Fernàndez de Kirchner en Argentina, Rafael Correa en Ecuador, entre otros.
El único caso en el cual el término corrupción ha tenido justicia ha sido recientemente en Perú con la renuncia del presidente Pedro Pablo Kuczynski, tras verse implicado en irregularidades y sobornos que han marcado toda su carrera política como funcionario de extrema derecha.
Otros gobernantes latinoamericanos de países potencialmente explotables forman parte de esta lista de “enemigos del imperio”; algunos ya cayeron, otros esperan su juicio en el banquillo y otros todavía luchan o están en la mira.
El golpe de Estado jurídico incluye al de naturaleza militar en modo amenaza. Las famosas Nica Act y Ley Global Magnitsky tienen a Nicaragua, Venezuela y Cuba en el radar porque, según el consejero de Seguridad Nacional, John Bolton, “han socavado los intereses de Estados Unidos en toda la región.”
El recién nombrado Secretario de Estado norteamericano, Mike Pompeo, amenazó con una posible intervención armada en Venezuela, que podría afectar a Nicaragua y Cuba (según se aparten y sometan), para “superar la crisis política” en ese país e “instaurar la democracia”.
La embajadora de Estados Unidos en Managua, Laura Dogu, afirmó categóricamente este 14 de marzo, reiterando las palabras mágicas Nica Act y Ley Global Magnitsky, que la situación de Nicaragua es “incierta”, al igual que “la sostenibilidad del actual sistema político”, que no combate la corrupción y posee débiles “Estado de Derecho e Institucionalidad”, sin elecciones “justas, libres y transparentes”, y sin posibilidades comerciales porque no usa sus transgénicos ni su tecnología productiva. Todo, para ella, apunta al caos y la pobreza.
Estas señales, sin dudas, forman parte de un aviso sobre la ruta del próximo Golpe de Estado jurídico en la región que intenta ejecutar Estados Unidos y sus aliados de la derecha.
El golpe de Estado es parte de la Estrategia de Seguridad Nacional estadounidense y de los “Bienes Comunes Globales” promovidos por las potencias para poseer recursos que están fuera de su jurisdicción.
Por tanto, toda lucha de países “tercermundistas” por preservar y controlar sus recursos naturales o frenar la expansión del mercado globalizado constituye una “declaración de guerra” contra Estados Unidos y sus aliados políticos.
No por azar los golpes de Estado y ataques “antiterroristas” en Oriente Medio, desde los años 50, están ligados a la lucha por el petróleo. En América Latina, donde la figura del “terrorismo” como enemigo no cuajó, los golpes de Estado han funcionado como un reloj bajo la apariencia de “defensa de derechos humanos”.
El golpe de Estado contemporáneo se ha ido adaptando a las condiciones del siglo XXI. No se sirve exclusivamente de las fuerzas armadas (aunque siempre mantiene bajo amenaza a los países insubordinados), usa de mampara el concepto de “legalidad”, que permite a Estados Unidos ejercer una “democracia controlada” y dominar las privilegiadas ubicaciones geográficas y recursos energéticos de nuestras naciones.
En América Latina, todos los golpes de Estado (1954, contra el soldado del pueblo guatemalteco Jacobo Arbenz; 1964, contra el gobernante brasileño João Goulart y el presidente boliviano Estenssoro; 1973, contra el socialista chileno Salvador Allende, apenas cuatro entre más de 300 planificados, promovidos y financiados por Estados Unidos) fueron perpetrados contra gobiernos populares que se declararon soberanos.
Dados los acuerdos internacionales de paz, libertad, desarrollo, derechos humanos y democracia entre las naciones, la tecnología y la globalización, las potencias mundiales han sustituido en su discurso oficial el lenguaje de agresión por nociones de naturaleza jurídica que, en base a todo tipo de acusaciones, legitiman la intervención sobre aquellos gobiernos que se oponen a sus voluntades político-ideológicas.
En pleno siglo XXI, los golpes de Estado han sido transformados solamente en sus metodologías y técnicas, no en su esencia: sustituir un gobierno por otro en razón de su funcionalidad para los intereses hegemónicos. La estrategia, señala Umberto Mazzei (2014), sigue siendo la misma: “concentrar las fuerzas en el punto más sensible del adversario, que en un Estado moderno son los servicios públicos y los medios de comunicación.”
El primero está relacionado a la percepción de satisfacción de las necesidades ciudadanas básicas: alimentación, salud, trabajo y educación. Estos servicios, que el neoliberalismo se empeña en privatizar, son fuertemente atacados por partidos políticos adversarios al Gobierno, organizaciones civiles e internacionales y medios de comunicación (segundo) que manipulan la realidad, promueven campañas y manifestaciones en redes sociales, todo con apariencia de rebelión y presentado como “masivo” para incidir sobre la opinión popular, señalando supuestas represiones violentas, censuras y abusos de poder.
Con la Operación Lava Jato, Caso Odebrecht, Nica Act y Ley Global Magnitsky Act, entre otras en curso contra América Latina, Estados Unidos ha puesto de moda un complejo aparato jurídico que constituye el más “nuevo” y peligroso golpe de Estado. Los presidentes (y funcionarios) implicados en una red de “corrupción” son gobernantes populares de países que el imperio yanqui ha atacado sistemáticamente en América Latina: Brasil, Venezuela, Perú, Ecuador, Bolivia, Paraguay, Nicaragua, Honduras y Cuba.
Quienes impulsan y apoyan este colosal proyecto golpista son derechistas radicales que, so pretexto de exilio político, ocupan puestos estratégicos y privilegiados en el “lobby” estadounidense. Los congresistas de origen cubano Marco Rubio, Ileana Ros-Lehtinen, Bob Menéndez y Albio Sires juegan un rol fundamental en estas posturas fascistas. De igual forma, funcionarios latinos educados en prestigiosas universidades gringas y que trabajan con presupuesto norteamericano (Sérgio Moro).
El polémico Golpe de Estado llamado Caso Odebrecht se ha expandido en el àrea como pólvora atacando a mandatarios como Dilma Rousseff y Luis Inacio Lula Da Silva en Brasil, Cristina Fernàndez de Kirchner en Argentina, Rafael Correa en Ecuador, entre otros.
El único caso en el cual el término corrupción ha tenido justicia ha sido recientemente en Perú con la renuncia del presidente Pedro Pablo Kuczynski, tras verse implicado en irregularidades y sobornos que han marcado toda su carrera política como funcionario de extrema derecha.
Otros gobernantes latinoamericanos de países potencialmente explotables forman parte de esta lista de “enemigos del imperio”; algunos ya cayeron, otros esperan su juicio en el banquillo y otros todavía luchan o están en la mira.
El golpe de Estado jurídico incluye al de naturaleza militar en modo amenaza. Las famosas Nica Act y Ley Global Magnitsky tienen a Nicaragua, Venezuela y Cuba en el radar porque, según el consejero de Seguridad Nacional, John Bolton, “han socavado los intereses de Estados Unidos en toda la región.”
El recién nombrado Secretario de Estado norteamericano, Mike Pompeo, amenazó con una posible intervención armada en Venezuela, que podría afectar a Nicaragua y Cuba (según se aparten y sometan), para “superar la crisis política” en ese país e “instaurar la democracia”.
La embajadora de Estados Unidos en Managua, Laura Dogu, afirmó categóricamente este 14 de marzo, reiterando las palabras mágicas Nica Act y Ley Global Magnitsky, que la situación de Nicaragua es “incierta”, al igual que “la sostenibilidad del actual sistema político”, que no combate la corrupción y posee débiles “Estado de Derecho e Institucionalidad”, sin elecciones “justas, libres y transparentes”, y sin posibilidades comerciales porque no usa sus transgénicos ni su tecnología productiva. Todo, para ella, apunta al caos y la pobreza.
Estas señales, sin dudas, forman parte de un aviso sobre la ruta del próximo Golpe de Estado jurídico en la región que intenta ejecutar Estados Unidos y sus aliados de la derecha.
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