La muerte del obispo emérito de San Cristóbal de las Casas, Samuel Ruiz –tatic, como lo llamaban, en lengua tzotzil los indígenas de Chiapas—, ocurrida ayer en esta capital, deja un amplio y profundo sentir de orfandad para los pueblos indígenas de México, los organismos defensores de los derechos humanos, los sectores progresistas de la Iglesia católica y, en general, para los ciudadanos que aspiran a un país más justo, digno y equitativo.
Las múltiples y diversas voces que lamentaron ayer el fallecimiento –políticos, organizaciones no gubernamentales, académicos, dirigentes sociales y representantes religiosos– permiten ponderar la trascendencia del hecho: el país ha perdido a su más emblemático representante en el campo de la teología de la liberación –y precursor, por añadidura, de la llamada "teología indígena"–.
A un defensor incansable de los derechos humanos; al "obispo de los indios y de los pobres", como se le conocía, pero sobre todo, a un hombre de extraordinaria sensibilidad hacia las lacerantes injusticias que padecen, desde siempre, las mayorías depauperadas y los pueblos originarios en concreto, y que se han ido extendiendo y agravando en forma exasperante y alarmante en tiempos recientes.
A un defensor incansable de los derechos humanos; al "obispo de los indios y de los pobres", como se le conocía, pero sobre todo, a un hombre de extraordinaria sensibilidad hacia las lacerantes injusticias que padecen, desde siempre, las mayorías depauperadas y los pueblos originarios en concreto, y que se han ido extendiendo y agravando en forma exasperante y alarmante en tiempos recientes.
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