No es agradable hoy ser italiana fuera del país. Todavía menos si una ha formado parte, bien que minúscula, de la clase política, concejala dos veces y diputada una, alguien a quien la antipolítica pone de los nervios. Y encima comunista libertaria, especie rarísima, orgullosa de sí misma y de un país que hasta los años sesenta, y con diversos flecos hasta los setenta, parecía el laboratorio político más interesante de Europa.
Hoy los amigos con los que me encuentro ya no me dicen: "Pero, ¡qué desgracia ese Berlusconi vuestro!". Me preguntan: "¿Cómo lo habéis votado tres veces? ¿Qué ha pasado en Italia?". Alguien como yo no puede más que balbucir. Porque tienen razón, no se puede hacer del primer ministro el caso personal de quien tiene demasiado dinero, dispone de tres televisiones, toma el país por una empresa de su propiedad, sabe que mucha gente es comprable y la compra y, ahora, gallo provecto, se jacta de sus hazañas con un número ilimitado de gallinitas: «Todos querríais ser como yo, ¿eh?».
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