Por Guillermo Almeyra | Rebelión
Nunca un gobierno mexicano ha recibido un repudio más vasto. Hay un hilo rojo de sangre entre las matanzas de Tlatelolco de tiempos de Díaz Ordaz y Echeverría, los 50 mil muertos durante el gobierno de Calderón y los más de 15 mil que lleva en su haber Peña Nieto, que es el representante de las transnacionales y la oligarquía reducida que explotan México.
El PRI en el gobierno siempre reprimió sangrientamente o asesinó a los henriquistas, a Jaramillo y otros dirigentes campesinos, a los ferrocarrileros, maestros, médicos pero nunca descansó sólo en las desapariciones y los asesinatos porque en otros períodos todavía podía añadir a sus crímenes concesiones y promesas y aún tenía en su seno grupos y tendencias nacionalistas que se diferenciaban de los fascistas del PAN. Ahora el PRI está unido al PAN y al resto de los partidos del régimen y tiene dirigentes que plantean la necesidad de un nuevo Díaz Ordaz, es decir, de matanzas masivas “ejemplarizadoras” y de la imposición del “orden” de los cementerios a “los nacos y patas-rajadas” que osan protestar. Ante la desintegración del Estado, convertido en un semiEstado ligado a la delincuencia y dependiente de Estados Unidos, el capitalismo ya no puede gobernar sino con la violencia y los métodos clandestinos e ilegales.
Eso asusta a una parte de los empresarios e industriales a los que debió dirigirse antes de su viaje Peña Nieto porque aquéllos temen que la banda de siervos ineptos que sólo piensan en gozar el lujo malhabido y en multiplicar los Atenco y los Tlatlaya fabrique una situación tal de odio y desesperación que lleve a millones de mexicanos y mexicanas a arriesgar la muerte para salvar al país de la crisis que se profundiza y de la desaparición como nación soberana y sacarse de encima el peligro constante de asesinato, violación, despojo, desaparición ilegal. Incluso en los serviles diarios del régimen comienzan a escucharse voces de crítica y diferenciación.
Por su parte, los creyentes sinceros y los religiosos populares que creen en los principios humanitarios, de amor al prójimo, de igualdad de todos los seres humanos, de justicia y repudio a la explotación del prójimo, se unen a las movilizaciones por la aparición con vida de los desaparecidos de la normal rural de Ayotzinapa. Los estudiantes de todo el país y los sindicalistas más conscientes se rebelan a su vez y llenan las calles. En las grandes empresas y en las clases medias pobres, si bien no hay todavía paros ni movilizaciones, debido a la desinformación y la intoxicación por los medios y la despolitización, serpentea sin embargo una sorda inquietud. El mismo gobierno de Estados Unidos no sabe si desembarazarse de Peña Nieto para salvar lo salvable de su dominación en este país- como intentó hacer en su momento con Somoza en Nicaragua- o si esperar que la rabia se calme, que la ola de indignación popular refluya.
La protesta popular, por su parte, ya alcanzó un punto alto y, al mismo tiempo, llegó a límites peligrosos. En efecto, es general la conciencia de que estamos ante un nuevo crimen de Estado, no ante un delito de un grupo de de narcotraficantes y del alcalde de Iguala (a los que el gobierno quiere transformar en chivos expiatorios sin convencer a nadie). El odio y la rabia se concentran en manifestaciones de repudio y en la quema de los atributos formales del poder estatal, como sucedió hace más de dos siglos con la destrucción de la prisión de la Bastilla, símbolo odioso de la tiranía. Pero el poder no está en las casas de gobierno ni en el Parlamento: está en Washington, en las transnacionales, en la Bolsa y las Cámaras empresariales, Televisa, TV Azteca, la jerarquía eclesiástica, los bancos. Ese es el poder que hay que quebrar, el de los amos y mandantes del títere Peña Nieto. La legítima violencia de los oprimidos debe ejercerse con eficacia para que no disperse en el aire.
Este fue un nuevo crimen de Estado y es el Estado el que debe cambiar. Pero eso no se logrará, como propone MORENA, pidiéndole a Peña Nieto, quien es el responsable del crimen, que renuncie antes del 1° de diciembre y convoque a elecciones anticipadas (¿organizadas por sus agentes de la llamada Justicia Electoral, que le dio el triunfo al fraudulento Calderón y al fraudulento Peña Nieto? ¿o por el Congreso PRIAN-PRD y adláteres al cual hay barrer?
Peña Nieto no renunciará. Debe ser echado por la sociedad movilizada una parte importante de la cual son los 15 millones que votaron por López Obrador queriendo un cambio. El propuesto paro del 20 debe servir para explicar y organizar en las grandes empresas y en los barrios un paro cívico nacional preparatorio de una huelga general nacional obrera-estudiantil-campesina con la exigencia democrática de la aparición con vida de los de Ayotzinapa, la libertad de los presos políticos, el castigo a la corrupción estatal coludida con el narcotráfico y a los responsables de los crímenes y desapariciones, el cumplimiento de los Acuerdos de San Andrés sobre los derechos indígenas, la anulación de las leyes lesivas de los derechos laborales, de la ley contra la Educación pública, de la entrega de los recursos naturales.
Sólo una amplia movilización popular podrá separar en las fuerzas armadas a los legalistas y nacionalistas de los agentes del narcotráfico y del imperialismo como sucedió en Bolivia o en Túnez. Sólo ella podrá hacer pensar dos veces a Washington antes de llevar a cabo su tentación constante de intervenir en México, como durante la revolución mexicana o cuando Lázaro Cárdenas nacionalizó el petróleo. Un frente único contra Peña Nieto y el gobierno oligárquico proimperialista podrá imponer, como en Bolivia, la expulsión del presidente asesino y un gobierno provisorio que organice elecciones generales limpias para una Asamblea Constituyente con los medios de comunicación bajo control popular y distribución justa de los espacios y tiempos.
Eso asusta a una parte de los empresarios e industriales a los que debió dirigirse antes de su viaje Peña Nieto porque aquéllos temen que la banda de siervos ineptos que sólo piensan en gozar el lujo malhabido y en multiplicar los Atenco y los Tlatlaya fabrique una situación tal de odio y desesperación que lleve a millones de mexicanos y mexicanas a arriesgar la muerte para salvar al país de la crisis que se profundiza y de la desaparición como nación soberana y sacarse de encima el peligro constante de asesinato, violación, despojo, desaparición ilegal. Incluso en los serviles diarios del régimen comienzan a escucharse voces de crítica y diferenciación.
Por su parte, los creyentes sinceros y los religiosos populares que creen en los principios humanitarios, de amor al prójimo, de igualdad de todos los seres humanos, de justicia y repudio a la explotación del prójimo, se unen a las movilizaciones por la aparición con vida de los desaparecidos de la normal rural de Ayotzinapa. Los estudiantes de todo el país y los sindicalistas más conscientes se rebelan a su vez y llenan las calles. En las grandes empresas y en las clases medias pobres, si bien no hay todavía paros ni movilizaciones, debido a la desinformación y la intoxicación por los medios y la despolitización, serpentea sin embargo una sorda inquietud. El mismo gobierno de Estados Unidos no sabe si desembarazarse de Peña Nieto para salvar lo salvable de su dominación en este país- como intentó hacer en su momento con Somoza en Nicaragua- o si esperar que la rabia se calme, que la ola de indignación popular refluya.
La protesta popular, por su parte, ya alcanzó un punto alto y, al mismo tiempo, llegó a límites peligrosos. En efecto, es general la conciencia de que estamos ante un nuevo crimen de Estado, no ante un delito de un grupo de de narcotraficantes y del alcalde de Iguala (a los que el gobierno quiere transformar en chivos expiatorios sin convencer a nadie). El odio y la rabia se concentran en manifestaciones de repudio y en la quema de los atributos formales del poder estatal, como sucedió hace más de dos siglos con la destrucción de la prisión de la Bastilla, símbolo odioso de la tiranía. Pero el poder no está en las casas de gobierno ni en el Parlamento: está en Washington, en las transnacionales, en la Bolsa y las Cámaras empresariales, Televisa, TV Azteca, la jerarquía eclesiástica, los bancos. Ese es el poder que hay que quebrar, el de los amos y mandantes del títere Peña Nieto. La legítima violencia de los oprimidos debe ejercerse con eficacia para que no disperse en el aire.
Este fue un nuevo crimen de Estado y es el Estado el que debe cambiar. Pero eso no se logrará, como propone MORENA, pidiéndole a Peña Nieto, quien es el responsable del crimen, que renuncie antes del 1° de diciembre y convoque a elecciones anticipadas (¿organizadas por sus agentes de la llamada Justicia Electoral, que le dio el triunfo al fraudulento Calderón y al fraudulento Peña Nieto? ¿o por el Congreso PRIAN-PRD y adláteres al cual hay barrer?
Peña Nieto no renunciará. Debe ser echado por la sociedad movilizada una parte importante de la cual son los 15 millones que votaron por López Obrador queriendo un cambio. El propuesto paro del 20 debe servir para explicar y organizar en las grandes empresas y en los barrios un paro cívico nacional preparatorio de una huelga general nacional obrera-estudiantil-campesina con la exigencia democrática de la aparición con vida de los de Ayotzinapa, la libertad de los presos políticos, el castigo a la corrupción estatal coludida con el narcotráfico y a los responsables de los crímenes y desapariciones, el cumplimiento de los Acuerdos de San Andrés sobre los derechos indígenas, la anulación de las leyes lesivas de los derechos laborales, de la ley contra la Educación pública, de la entrega de los recursos naturales.
Sólo una amplia movilización popular podrá separar en las fuerzas armadas a los legalistas y nacionalistas de los agentes del narcotráfico y del imperialismo como sucedió en Bolivia o en Túnez. Sólo ella podrá hacer pensar dos veces a Washington antes de llevar a cabo su tentación constante de intervenir en México, como durante la revolución mexicana o cuando Lázaro Cárdenas nacionalizó el petróleo. Un frente único contra Peña Nieto y el gobierno oligárquico proimperialista podrá imponer, como en Bolivia, la expulsión del presidente asesino y un gobierno provisorio que organice elecciones generales limpias para una Asamblea Constituyente con los medios de comunicación bajo control popular y distribución justa de los espacios y tiempos.
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