Por Carlos Amorín - Rel-UITA
Ante los reclamos de una acción más decidida de su gobierno frente la dictadura hondureña, el presidente Barack Obama ha dicho recientemente que quienes hoy le reclaman que intervenga en Honduras son los mismos que gritan: ¡yankees go home!
Obama incurre en una simplificación burda de la exigencia que cada día con mayor fuerza está planteando América Latina. Como es obvio, sólo algún extraviado podría estar reclamando una “intervención” a la antigua, con marines y bombarderos, una “invasión”.
También resulta bastante obvio que lo que se espera del Presidente de Estados Unidos no es “que apriete un botón” –cualquiera que éste fuese– intercambiando automáticamente un monigote de Roberto Micheletti por una estatuilla de Manuel Zelaya.
En Estados Unidos se difundieron esta semana, documentos desclasificados de la CIA donde se explica que durante los contactos mantenidos en 1971 entre el dictador brasileño Garrastazú Medici y el entonces presidente estadounidense Richard Nixon, se monitoreó el proceso que culminaría en el golpe de Estado contra Salvador Allende en Chile, y se confirmó la intervención de la inteligencia militar brasileña en el resultado fraguado de las elecciones en Uruguay en ese año.
Se supo también que según el secretario de Estado, Henry Kissinger, existía una “Doctrina Nixon” para las relaciones con América Latina, en la cual Brasil debía jugar el papel de gendarme regional, “ocupando todos los lugares vacíos que deje Estados Unidos”.
Es probable que ahora exista otra “Doctrina” cuyo nombre, por ahora, ignoramos. Nixon hace mucho que políticamente es una piltrafa histórica, y desde entonces Brasil ha cambiado bastante. Es probable que en esta nueva doctrina Colombia haya sido designada para inquietar a América Latina, para que varios se sientan amenazados por la actitud claramente desafiante de Álvaro Uribe, el Garrastazú Medici de turno.
Lo que ocurre en Honduras se parece cada día más a un globo sonda, a un ensayo en el terreno para testear la capacidad de reacción y de acción de América Latina y del mundo ante una flagrante violación del Estado de derecho. Cada hora que pasa con Micheletti en el gobierno es tiempo ganado para los golpistas, y no sólo los hondureños.
¿Se ha optado ya en Estados Unidos por una nueva “Doctrina” según la cual hay que “detener el avance de la izquierda en América Latina”? ¿Son las bases militares gringas en Colombia y el golpe de Estado en Honduras dos capítulos de esa “Doctrina”? ¿Cuáles serían los capítulos siguientes? ¿Cuál sería la manera más eficaz de desviar el desarrollo de las experiencias de gobiernos populares que –con diferencias y debilidades numerosas– intentan consolidarse democráticamente en la región? ¿El miedo a los renovados golpes de Estado de la ultraderecha? ¿Una guerra fratricida entre latinoamericanos?
En Honduras el dictador Micheletti acaba de declarar públicamente que el embajador estadounidense Hugo Llorens estaba informado sobre los planes para dar el golpe de Estado. Llorens es un cubano-americano a quien se le ha relacionado con el tenebroso Otto Reich, otro cubano que sirvió a George Bush como subsecretario de Estado y a quien se le imputa el fallido golpe de Estado contra Hugo Chávez en Venezuela. No son pocos los que empiezan a hallar muchas similitudes entre ambos escenarios golpistas.
Más allá de conspiraciones y especulaciones, la historia de América Latina grita a voz en cuelo que Estados Unidos promovió, apoyó y defendió todas las dictaduras derechistas de la región. Si creemos en las declaraciones de Obama, ésta de Honduras sería la primera excepción.
Por eso el reclamo de América Latina hacia el gobierno de Barack Obama no es por una “invasión”, ni por una “intervención” en Honduras; lo que se le demanda es que intervenga en su propio país detectando y desarticulando a las fuerzas que han impulsado este globo sonda; que intervenga, sí, las fortunas ocultas en los bancos estadounidenses de los personajes que financian y sostienen la dictadura de Micheletti, que rompa formalmente los lazos que unen a la ultraderecha militar de su país con el Ejército hondureño.
Son numerosas las medidas que el presidente Obama podría ya haber instrumentado, más allá de las declarativas y simbólicas adoptadas hasta ahora. ¿Por qué no lo ha hecho? ¿Será posible que recibamos respuesta a esa interrogante cuando, dentro de varias décadas, alguien desclasifique documentos confidenciales de la CIA?
Ante los reclamos de una acción más decidida de su gobierno frente la dictadura hondureña, el presidente Barack Obama ha dicho recientemente que quienes hoy le reclaman que intervenga en Honduras son los mismos que gritan: ¡yankees go home!
Obama incurre en una simplificación burda de la exigencia que cada día con mayor fuerza está planteando América Latina. Como es obvio, sólo algún extraviado podría estar reclamando una “intervención” a la antigua, con marines y bombarderos, una “invasión”.
También resulta bastante obvio que lo que se espera del Presidente de Estados Unidos no es “que apriete un botón” –cualquiera que éste fuese– intercambiando automáticamente un monigote de Roberto Micheletti por una estatuilla de Manuel Zelaya.
En Estados Unidos se difundieron esta semana, documentos desclasificados de la CIA donde se explica que durante los contactos mantenidos en 1971 entre el dictador brasileño Garrastazú Medici y el entonces presidente estadounidense Richard Nixon, se monitoreó el proceso que culminaría en el golpe de Estado contra Salvador Allende en Chile, y se confirmó la intervención de la inteligencia militar brasileña en el resultado fraguado de las elecciones en Uruguay en ese año.
Se supo también que según el secretario de Estado, Henry Kissinger, existía una “Doctrina Nixon” para las relaciones con América Latina, en la cual Brasil debía jugar el papel de gendarme regional, “ocupando todos los lugares vacíos que deje Estados Unidos”.
Es probable que ahora exista otra “Doctrina” cuyo nombre, por ahora, ignoramos. Nixon hace mucho que políticamente es una piltrafa histórica, y desde entonces Brasil ha cambiado bastante. Es probable que en esta nueva doctrina Colombia haya sido designada para inquietar a América Latina, para que varios se sientan amenazados por la actitud claramente desafiante de Álvaro Uribe, el Garrastazú Medici de turno.
Lo que ocurre en Honduras se parece cada día más a un globo sonda, a un ensayo en el terreno para testear la capacidad de reacción y de acción de América Latina y del mundo ante una flagrante violación del Estado de derecho. Cada hora que pasa con Micheletti en el gobierno es tiempo ganado para los golpistas, y no sólo los hondureños.
¿Se ha optado ya en Estados Unidos por una nueva “Doctrina” según la cual hay que “detener el avance de la izquierda en América Latina”? ¿Son las bases militares gringas en Colombia y el golpe de Estado en Honduras dos capítulos de esa “Doctrina”? ¿Cuáles serían los capítulos siguientes? ¿Cuál sería la manera más eficaz de desviar el desarrollo de las experiencias de gobiernos populares que –con diferencias y debilidades numerosas– intentan consolidarse democráticamente en la región? ¿El miedo a los renovados golpes de Estado de la ultraderecha? ¿Una guerra fratricida entre latinoamericanos?
En Honduras el dictador Micheletti acaba de declarar públicamente que el embajador estadounidense Hugo Llorens estaba informado sobre los planes para dar el golpe de Estado. Llorens es un cubano-americano a quien se le ha relacionado con el tenebroso Otto Reich, otro cubano que sirvió a George Bush como subsecretario de Estado y a quien se le imputa el fallido golpe de Estado contra Hugo Chávez en Venezuela. No son pocos los que empiezan a hallar muchas similitudes entre ambos escenarios golpistas.
Más allá de conspiraciones y especulaciones, la historia de América Latina grita a voz en cuelo que Estados Unidos promovió, apoyó y defendió todas las dictaduras derechistas de la región. Si creemos en las declaraciones de Obama, ésta de Honduras sería la primera excepción.
Por eso el reclamo de América Latina hacia el gobierno de Barack Obama no es por una “invasión”, ni por una “intervención” en Honduras; lo que se le demanda es que intervenga en su propio país detectando y desarticulando a las fuerzas que han impulsado este globo sonda; que intervenga, sí, las fortunas ocultas en los bancos estadounidenses de los personajes que financian y sostienen la dictadura de Micheletti, que rompa formalmente los lazos que unen a la ultraderecha militar de su país con el Ejército hondureño.
Son numerosas las medidas que el presidente Obama podría ya haber instrumentado, más allá de las declarativas y simbólicas adoptadas hasta ahora. ¿Por qué no lo ha hecho? ¿Será posible que recibamos respuesta a esa interrogante cuando, dentro de varias décadas, alguien desclasifique documentos confidenciales de la CIA?
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