"¡Asesinos, asesinos!", gritaba un grupo de jovenes a los soldados que controlaban el acceso a Casa Presidencial, mientras cargaban un ataúd cubierto con un manta manchada de pintura roja.
El joven Isis Obed Murillo Flores tenía 19 años y era originario de Santa Cruz de Guayape, un pequeño pueblo en el departamento de Olancho, en el este de Honduras. Viajó para saludar la llegada del presidente Manuel Zelaya junto con sus dos hermanos y su padre, José Murillo, un pastor evangélico que hoy llora la muerte de un hijo por mano del Ejército.
Saliendo de su pueblo, Isis Obed habrá saludado al resto de su familia, y me puedo imaginar que alguien le habrá dicho que tuviera cuidado. No obstante, nadie podía imaginar que ese saludo iba a ser el último de su breve vida, brutalmente troncada por la bestialidad de la violencia represora.
El joven Isis Obed Murillo Flores tenía 19 años y era originario de Santa Cruz de Guayape, un pequeño pueblo en el departamento de Olancho, en el este de Honduras. Viajó para saludar la llegada del presidente Manuel Zelaya junto con sus dos hermanos y su padre, José Murillo, un pastor evangélico que hoy llora la muerte de un hijo por mano del Ejército.
Saliendo de su pueblo, Isis Obed habrá saludado al resto de su familia, y me puedo imaginar que alguien le habrá dicho que tuviera cuidado. No obstante, nadie podía imaginar que ese saludo iba a ser el último de su breve vida, brutalmente troncada por la bestialidad de la violencia represora.
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