miércoles, 18 de abril de 2012

El aceite que derrama sangre en Honduras

Foto Cris Thomas
Por Majo Siscar - Periodismo Humano

El jueves 11 de abril Doninely “Adonis” López iba en su motocicleta al asentamiento de palma africana de la Confianza, unas tierras recuperadas por los campesinos del Aguán, en Colón, cerca del caribe hondureño, cuando seis balas de armas de grueso calibre le arrebataron la vida. 

Tenía 46 años y junto a sus compañeros estaba negociando con el Gobierno y los terratenientes palmeros la legalización de las tierras que iba a trabajar ese día. Pese al diálogo continuo ahora es el campesino número 46 asesinado en la región desde el golpe de Estado, el 28 de junio de 2009 y uno de los 200 asesinados por cuestiones políticas en la Honduras postgolpe de estado.

En la región del Río Aguán se mantiene desde hace dos décadas un conflicto agrario entre los campesinos sin tierra que reivindican su derecho al trabajo, a la tierra y a una vida digna y los terratenientes productores de palma africana que concentran la mayoría de las tierras de la región desde que en 1990 el gobierno hondureño decretase la Ley de Modernización Agrícola para impulsar la extensión del monocultivo y la concentración de la tierra a costa de expropiaciones y desconocimiento de los pequeños propietarios que veinte años antes había llevado a poblar esta región prácticamente deshabitada con una reforma agraria que prometía tierra y una vida digna a campesinos pobres de todo el país, el segundo más pauperizado de América Latina solo después de Haití. En los ‘70, se fomentó la creación de cooperativas de trabajo y se facilitaron préstamos para la plantación de palma en la región. Se limitó la concentración de tierras para evitar los latifundios y el Estado actuó como mediador. Con la ofensiva neoliberal de los ‘90 dos grandes empresarios, René Morales y Miguel Facussé –uno de los hombres más poderosos de Honduras e instigador del golpe de Estado de 2009- se hicieron con el control mayoritario de la región y extendieron su producción de palma, apoyados por organismos internacionales que promueven este cultivo para producir agrocombustible y por tratarse de cobertura arbolada que da bonos de carbono. Con esta concentración de las fincas, los campesinos no solo perdieron su soberanía alimentaria, sino que se racionalizó la producción y se perdió mano de obra, además de que bajaron los salarios de los jornaleros. Los agricultores que habían perdido tierras y los asalariados empezaron a organizarse en diferentes agrupaciones. En 1998 se empezaron a visibilizar las primeras acciones organizadas: cortes de carretera, movilizaciones y tomas de tierra. Esas empresas asociativas, como la Camarones donde trabajaba Adonis López toman algunas hectáreas de tierras a los terratenientes y se asientan en ellas para poder trabajarlas y luego exigir su reconocimiento al Estado.

El gobierno de Manuel Zelaya (2006 – 2009) les reconoció y emitió un decreto para  asegurar un mínimo de tierra a cada campesino. Pero con el golpe de Estado del 28 de junio de 2009, se anuló la nueva ley, se cortó toda negociación y en medio de la dictadura los campesinos organizados radicalizaron su toma de tierras en ambas márgenes del río Aguán. Desde entonces la represión les está desangrando. Los terratenientes aumentaron sus guardias de seguridad, sicarios a sueldo. Solo desde esa fecha se cuentan 46 homicidios, sin que se haya hecho justicia por ninguno. La respuesta gubernamental ha sido militarizar la zona, en lo que se ha llamado Operación Xatruch. Sin embargo, la presencia de soldados en las carreteras y en las propias comunidades no ha bajado la represión sino al contrario. Los campesinos acusan a los “chepos” (como se les llama en hondureño a los uniformados) de estar coadyuvados con los guardias de Facussé y Morales.

“Lo asesinaron sin piedad como ya han asesinado a muchos otros compañeros. Están tratando de presionarnos para que aceptemos firmar un acuerdo con el Gobierno que nos asfixiará económicamente para así volver a quitarnos la tierra. La gente vive aterrorizada y de nada ha servido militarizar la región, porque los asesinos siguen al acecho y ninguno de los delitos cometidos ha sido esclarecido, ni los responsables fueron castigados”, declaró Vitalino Álvarez, el portavoz del Movimiento Unificado Campesino de la Aguán -una de las cuatro organizaciones campesinas de la zona- al Servicio Informativo de la Unión Internacional de Trabajadores de la Alimentación, Sirel.

La masacre de El Tumbador


La violencia de los terratenientes no tiene límites. Los campesinos lo saben bien desde el lunes 15 de noviembre de 2010. Aquella madrugada fue la última que Guadalupe Gallardo se levantó a hacerle el desayuno a su marido. Con su machete colgado a la cintura y sus tortillas y fríjoles bien guardados, Raúl Castillo se fue a las cinco de la mañana con un grupo de hombres de su comunidad como jornaleros a cosechar la fruta de la palma africana de la finca El Tumbador, una finca de 450 hectáreas que según los labradores les pertenece. Después de dos meses de estar allí día y noche, Facussé les había dicho finalmente que estaba bien, que siguieran ahí y que ya verían como se arreglarían. Desmontaron las chabolas que habían levantado para quedarse en la tierra y se regresaron a la comunidad. Pero había que ir a trabajar la tierra. Y ese lunes, eran apenas las seis de la mañana cuando cerca de 200 guardias de Facussé cercaron las camionetas en la que viajaban los campesinos y empezaron a dispararles. Los labradores, colgados de la caja de la camioneta huyeron como pudieron. Los machetes, que usan para trabajar, no repelen las balas. El tiroteo y la persecución duró tres horas. El último de los cadáveres se encontró a un kilómetro y medio del lugar.

“Era como una guerra, disparaban con armas de alto calibre que solo tiene el Ejército. La policía está confabulada con Facussé. Con sus armas nos dicen que ellos son los que mandan”, cuenta Rubén Ortiz Pineda, uno de los supervivientes. Otro, Francisco Ramírez, perdió la sonrisa ese día. Cuando recibió el balazo impulsivamente volteó la cara hacia la izquierda y el proyectil salió dejándole un hoyo arriba de la comisura izquierda del labio. Pensó que iba a morir  pero cuando se dio cuenta de que no, corrió a refugiarse. Uno de sus compañeros le recogió en la camioneta junto a otro herido en la pierna. Estuvo cuatro meses hospitalizado, pero ahora ya puede volver a sonreír junto a su esposa y su hija, de 12 años. Guadalupe Gallardo, en cambio, no puede evitar las lágrimas al recordar la masacre que le arrebató a su marido. Junto al cuerpo de Raúl, arrojado en la carretera con varios disparos de bala, le colocaron un fusil de asalto AK-47. La foto con cuatro cadáveres de campesinos fuertemente armados dio la vuelta al país. Algunos medios de comunicación, afines a los terratenientes, dijeron que los campesinos del Aguán eran guerrilleros, financiados por Venezuela y las FARC. No se hizo ninguna investigación. A día de hoy sus familias aún esperan justicia.

“¿De dónde salieron esas armas? Ellos no andaban armas, solo el machete”, espeta María Concepción Membreño, viuda de Teodoro Acosta. “Los mismos guardias se las pusieron luego de matarlos para sacarles la foto armados y para que el pueblo entero dijera que los campesinos tienen armas”, continua Guadalupe Gallardo.

Después de la matanza, Miguel Facussé les ofreció dinero para compensar la pérdida y que se quedaran calladas. “Le dijimos que no, que no queríamos su dinero sucio. Nada nos devolverá la vida de nuestros compañeros, pero queremos justicia. Pero no hay ninguna investigación. No hay ninguna respuesta, no sabemos si se va a castigar los culpables o no. Así como va nuestro país, no creo que se haga, pero a mí me gustaría para que Facussé sepa que uno vale tanto como él. Eso es lo que yo más deseo, justicia. Él puede hacer lo que quiera porque tiene dinero pero a nosotros, ¿qué nos queda?”, se pregunta indignada Guadalupe.

A la rabia y el dolor de estas mujeres se suman las dificultades económicas que padecen. Guadalupe Gallardo sale a trabajar ahora a las 4.30 de la madrugada a una cooperativa de fruta de palma. Cada día camina más de cinco kilómetros entre el palmeral juntando las frutas que cayeron al suelo al cortar el racimo. Las recoge en sacos de hasta 50 kilos por los que le pagan 25 lempiras, menos de un euro. Si no hay mucha cosecha en un mes puede ganar unas 1000 lempiras, unos 40 euros. Si le va bien puede llegar a noventa euros que apenas le alcanzan para ella y su hijo de ocho años. Más difícil es la situación de Concepción Membreño. Su hijo menor tenía 10 días aquel fatídico 15 de noviembre. Tiene otros siete, el más grande de 16 años. Al principio, solo de los nervios no podía hacerse cargo de ellos. Ahora pasa fuertes penurias económicas. “Hay días que hacemos una comida fuerte, otros dos”, relata con un hilito de voz que desafía a las lágrimas.

Y su tragedia solo es una muestra de la que viven cerca de 6.500 familias. Periódicamente hay asesinatos particulares, atropellamientos, hostigamientos, amenazas, encarcelamientos. Ante las denuncias de los campesinos, el gobierno decidió militarizar la zona, en la operación conocida como Xatruch, que ya va por su tercera fase. Así los retenes militares se multiplican por la carretera y los accesos a las tierras. En Guadalupe Carney un batallón militar mantiene un campamento desde hace más de un año. Sin embargo, hace unos meses mataron a un campesino en la misma comunidad. A la vez la Fiscalía ha extendido órdenes de captura contra 90 campesinos por ocupación de tierras y otros delitos. Uno de ellos está preso desde hace cuatro años, José Isabel Morales, de la Guadalupe Carney. “Yo le pido al Estado que me devuelva a mi hijo, que está procesado inocentemente. Lo acusan de violador, ladrón y de incendiar unas tierras. Hace cuatro años que está preso y ni siquiera le dictan sentencia”, explica Ramona López. A Morales, junto a otros 31 comuneros de la Guadalupe Carney, como Francisco Ramírez, les acusaron falsamente de haber robado un camión de fruta de un terrateniente en una de las cosechas de fruta de sus tierras, ya legalizadas bajo el gobierno de Zelaya.

Negociar con el gobierno


Aún así, los campesinos del Aguán siguen en conversaciones con el gobierno. “Condenamos la inseguridad en que estamos viviendo y el desinterés del Estado en dar una respuesta a esta problemática. Nos asesinan para tratar de amedrentarnos y ablandarnos. Lo han hecho hace poco con el compañero Matías Valle y ahora con ‘Adonis’ López”, asevera Vitalino Álvarez. En 2010 el gobierno de Porfirio Lobo acordó otorgar once mil hectáreas de tierra para una población de 6.500 familias campesinas. Finalmente solo se otorgaron a los campesinos 3000 hectáreas a pagar cada una a 135.000 lempiras (unos 7.000 dólares) a un interés del 14% a quince años. Desde entonces se han sucedido las mesas de diálogo sin mucho éxito. Mientras a los campesinos se les otorgaría menos de dos hectáreas de palma por familia, Miguel Facussé ostenta 17.000 hectáreas.

“Los movimientos campesinos se sientan con el Gobierno porque su estrategia ha sido mantener un proceso de negociación permanente. Sin embargo, los diferentes acuerdos firmados en estos tres años no resuelven el problema. Estamos bajo la tercera militarización. Lo que nos espera aquí es una arremetida de los terratenientes utilizando el Ejército, la Policía y sus propios paramilitares contra el Ejército” explica Wilfredo Paz, del Observatorio Permanente de Derechos Humanos del Aguán. Este defensor de Derechos Humanos ha recibido amenazas de muerte directas en su teléfono, le han intentado atropellar, le han detenido, igual que a otros campesinos. El acecho diario mina el ánimo. “Antes de que mataran a mi marido yo no sentía miedo, ningún temor. Ahora sí, tengo miedo cuando salgo de la comunidad. Me da miedo por mi hijo, cuando va la escuela o cuando va a casa de su abuela al otro lado de la carretera. Los coches de los guardias han atropellado niños”, cuenta Guadalupe aunque asegura que no dejaría el Aguán. “Queremos nuestras tierras libres para trabajar tranquilos. Estamos como en medio del enemigo. Quiero que mi hijo cuando crezca tenga donde trabajar tranquilo. Yo voy a seguir luchando por lo que mi marido le tenía amor”, concluye.

Además de la propiedad legal de la tierra, el campesinado del Bajo Aguán exige una reforma agraria integral que no solo les asegure la tierra sino les apoye a implementar cooperativas de procesamiento del fruto de la palma para ser autónomos. “Tenemos la cosecha pero no tenemos la fábrica para convertirla en aceite, aunque tengamos la tierra no se puede trabajar. Necesitamos una ley agraria nacional”, reivindica Juan Galindo, uno de los dirigentes campesinos locales. De momento, pese a ser reprimidos por los terratenientes dependen de ellos para echar la palma a andar. Los mismos campesinos que ocupan las tierras compran el fertilizante a Morales o Facussé y les acaban vendiendo a ellos mismos la cosecha, porque son los dueños de las procesadoras de palma de la zona. De esta manera, los mismos que les asesinan les condicionan los precios de venta del fruto y hacen el negocio. “Nos estamos peleando con algunos terratenientes y siempre estamos trabajando con ellos porque nosotros, como pobres, no tenemos los recursos para desenvolvernos en todo el proceso de producción. Tendríamos que tener una procesadora de manteca y aceite, pero ahora es la única forma que tenemos de trabajar. Ellos están contra nosotros y nosotros les seguimos sirviendo”, cuenta Ramírez mientras descarga la compra anual del fertilizante que acaban de adquirir en la empresa de René Morales, por el que empeñan su venta de la cosecha de casi todo el año.

La palma en tu despensa

La fruta de la palma africana es una suerte de dátil más redondeado del que se saca el aceite de palma, el segundo aceite más consumido en el mundo. Tal vez no lo tengas en la despensa como tal, pero está en muchos productos derivados, desde margarinas y la bollería que merendamos hasta la pasta de dientes o el jabón que usamos, pasando por velas, pinturas, detergente o crema de zapatos. Su uso se ha extendido por su bajo precio, pero no es una grasa muy saludable. Casi la mitad de los ácidos grasos del aceite de coco y de palma son saturados. Un consumo continuado puede aumentar el colesterol y, a largo plazo, contribuir a la aparición de enfermedades como la arterioesclerosis. Por otro lado, como también puede servir para biocombustibles ha aumentado la demanda y el cultivo de la palma africana se está extendiendo por los países tropicales, aunque sea a costa de deforestar los bosques y las selvas originarias.

Para los defensores de derechos humanos el conflicto en el Aguán se inserta en un marco de continuidad del golpe de Estado. “Estamos en crisis de derechos humanos, hay un Estado colapsado que engaveta los casos premeditadamente. Solo en el régimen de Porfirio Lobo (desde el 27 de enero de 2010) tenemos 15 desapariciones forzadas, más de 200 personas asesinadas por razones políticas en todo el país. Sigue habiendo persecución política y exiliados, los incendios recientes forman parte de una estrategia de atemorización… es lamentable pero en Honduras no hay democracia”, resume Dina Meza, del Comité de Familiares de Desaparecidos de Honduras.  Para esta activista, desde el golpe de estado hay todo un proceso de reforma del país, y la represión es el método para conseguirlo. “El golpe no va a terminar mientras no se lleve a cabo una nueva asamblea constituyente que no sea para los ricos de este país”, concluye.

Fuente: Periodismo Humano


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