lunes, 27 de abril de 2020

El virus de la hipocresía

Por Marcelo Colussi | ALAI

La pandemia existe, los muertos ahí están, pero algo no termina de estar claro. En estas semanas se ha desatado una alarma monumental a escala planetaria, una psicosis colectiva que ha orillado a buena parte de la población mundial a un estado verdaderamente de pánico irracional, de terror. 

Primero fueron las compras enloquecidas (el papel higiénico, por ejemplo), luego las mascarillas, que en algunos casos hasta decuplicaron sus precios (y en algunas circunstancias, se vendieron recicladas). Tampoco faltaron agresiones contra portadores del virus en distintas partes del mundo, o contra sospechosos de serlo. Incluso se llegó a la aberración de atacar a personal de salud (médicos/enfermeros) por ser posibles agentes transmisores.

A partir de la declaración del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, de “virus chino”, no faltaron tampoco agresiones y discriminaciones contra población con rasgos orientales en cualquier parte del orbe.

En otros términos: estamos viviendo un clima absolutamente enrarecido, inusual, enfermizo. Vivimos una prisión forzada, en algunos casos con toque de queda, y un 50% de la población planetaria sigue encerrada, ya sin saber qué hacer durante este confinamiento. Haciendo evidente lo que ya es más que sabido, pero en general silenciado (el 80% de las violaciones sexuales suceden en los hogares y las perpetran varones conocidos por las víctimas), la violencia contra las mujeres se disparó en forma exponencial durante la cuarentena. Las consecuencias de este clima enrarecido, inusual, son patéticas.

Como tan inusual es el clima, inusual también es la interminable profusión de cosas que se dicen al respecto de la pandemia (el presente texto es una más de tantas tonteras que circulan por allí), desde análisis sesudos hasta visiones apocalípticas, desde chistes sobre la situación para descomprimir la angustia hasta visiones conspirativo-paranoicas. Está claro que nadie tiene el conocimiento total de lo que está sucediendo (nunca, en ningún campo, se puede tener el conocimiento total). 

Quizá la complejidad del momento actual nos rebase a todos (¿habrá alguien que sabe lo que va a suceder?), por eso esta apremiante búsqueda de respuestas, comentarios, aseveraciones, chistes, modos diversos de encontrar sentido a este fenómeno que nos convoca y nos golpea. Lo que sí está definitivamente claro es que el pánico, la zozobra, la manipulación mediática intencionada que hay en todo esto, obliga a hablar. Y hablamos, por supuesto, a partir de la poca confiable (o muchísima, pero confusa) información que circula. ¿Cómo sabe dónde está lo confiable?

¿Por qué este pánico irracional? Algo hay tras todo ello, pero los ciudadanos comunes no podemos saberlo. Como siempre, la historia se mueve de espaldas a las masas. Las grandes decisiones son tomadas en secreto por pequeñísimos grupos de poder, en las sombras; los colectivos las padecemos. Hasta que alguna vez reaccionamos. Las revoluciones son posibles, y la historia de la humanidad, en definitiva, es una historia de revoluciones, de violentos choques sociales. Sigamos albergando la esperanza en cambios: el capitalismo, por ejemplo, no es eterno. Pero solo no caerá; habrá que hacer algo al respecto. Lo cierto es que las líneas maestras de la historia nos las decidimos en asamblea popular. Al menos hasta ahora (el socialismo es la esperanza de que así comience a suceder).

¿Por qué decir todo esto? Porque la actual pandemia que se abate sobre el mundo tiene aspectos poco claros que abren interrogantes. Definitivamente la enfermedad denominada COVID-19 existe. Y como toda enfermedad, tiene un grado de peligrosidad. Pero justamente aquí se abren las dudas. Según un reciente estudio realizado por el Imperial College de Londres su grado de letalidad es de 1,38%. No hay que minimizarla; es más que una gripe común, pero no es una patología especialmente dañina, porque todo indica que muchísima gente la cursa asintomáticamente (se dijo que por cada infectado con síntomas podría haber hasta 10 infectados asintomáticos).

Su desarrollo es relativamente corto: desde el inicio de los síntomas hasta el alta hospitalaria es de aproximadamente 25 días. No es letal en toda la población, sino que el índice de mortalidad muestra que entre el 95 y 97% de las muertes ocurre en la llamada Cuarta edad (mayores de 80 años). Es altamente contagiosa, eso está claro (un infectado puede trasmitir el virus a 3 o 5 personas más). Pero si no es tan letal, ¿por qué tamaño revuelo global, que llega a alterar la economía -el dios intocable del sistema capitalista- y la psicología cotidiana de prácticamente la totalidad de la población mundial?

Insistamos: los mortales comunes, los que no decidimos las alzas y bajas en las Bolsas de Valores, los que no somos tenidos en cuenta para decidir las políticas que afectan a grandes mayorías sino a través de esa pantomima ridícula de emitir un sufragio cada cierto tiempo, quienes no decidimos las guerras, es decir: la prácticamente totalidad de la población mundial, manejada de un modo artero a través de los medios de comunicación (“Una mentira repetida mil veces se transforma en una verdad”, enseñó Goebbels), nunca sabemos bien de qué se tratan estos fenómenos que dominan nuestras vidas. Ahora llegó la pandemia y hay que guardar cuarentena porque, según se nos dijo, “estamos ante una enfermedad terrible”. “Los resultados preliminares sugieren que un porcentaje relativamente pequeño de la población puede haber resultado infectado, incluso en áreas fuertemente afectadas”, dijo recientemente el director de la OMS, Tedros Adhanom Ghebreyesus. Entonces, ¿qué creer?

Hemos sido llevados a un grado de desesperación llamativo. ¿No es llamativo, justamente, que otras afecciones infinitamente más peligrosas, u otras catástrofes humanas como el hambre o la catástrofe medioambiental, flagelos realmente preocupantes, pasen desapercibidos, no se combatan con toques de queda ni ejércitos en las calles ni siquiera figuren, o lo hagan muy tibiamente, en las agendas mediáticas? ¿Será que estamos ante este “fin del mundo” porque las víctimas son ciudadanos del mal llamado Primer Mundo (Estados Unidos y Europa Occidental)?

Un brillante intelectual de izquierda, latinoamericano, ahora residente en Europa, me decía en un correo privado (que, por tanto, no permite revelar su identidad): “El virus no mata a nadie, pero a nadie, con menos de 40 años: es un hecho. Bueno, a no ser que estés en contacto diario con enfermos (léase sanitarios), pero incluso así la mortalidad es de cero coma. Ahora, a los viejecitos sí se los come con patatas. Y eso para el Estado es una buenísima noticia, no nos engañemos. Y está claro: todo este bombo es porque padecen los WASP y sus acólitos, así ha sido siempre (solo que antes fueron los protestantes del norte de Europa, antes todavía los que vivían en el Mediterráneo, antes los griegos, antes los babilonios, antes... los que dominan y escriben la historia). ¿Pero a quién le importa África, etc.? ¿A quién le importa el noma, por ejemplo, esa terrible enfermedad?” [¿Alguien sabe qué es el noma? ¿A alguien le importa?

Según la Organización Panamericana de la Salud -OPS/OMS- “el noma, o cancrum oris, es una infección de gangrena de acción rápida que destruye las membranas de moco de los tejidos orales y faciales. Se desconoce la etiología exacta de ello, pero con mayor frecuencia ocurre en los niños “malnutridos” que viven en las áreas con el saneamiento deficiente. El noma no se ha notificado ampliamente en la América Latina y el Caribe, pero aproximadamente 140,000 nuevos casos se diagnostican anualmente. La tasa de mortalidad es cerca de 8.5%. Es sumamente prevalente en África subsahariana”.]

Efectivamente, si se contrastan cifras -esas a las que son tan afectos quienes manejan el mundo y fijan las políticas que las mayorías sufrimos: “Un muerto es una tragedia, un millón de muertos una estadística”- vemos que hay 24,000 personas muertas al día por hambre o por afecciones ligadas a la malnutrición -como el noma, por ejemplo-, o que 11,000 seres humanos mueren al día de diarrea por falta de agua potable, o 2,000 mueren de malaria, pero eso pasa en los países tropicales donde no hay WASP (o están, a lo sumo, en alguna ONG caritativa que “ayuda” en esos países “salvajes”). ¿Habrá que tomar en consideración lo dicho por este analista respecto a la situación, tomar en serio su pregunta por ese “bombo”, por ese estruendo mediático? ¿Será por los WASP, como decía nuestro amigo?

Todas las personas valen por igual, pero evidentemente, algunos son más “iguales” que otros. No hay ni cuarentenas, ni medidas militares, ni pánico mediático por los muertos diarios del Tercer Mundo (por hambre, de sed, por las guerras), pero sí -curiosamente- por los ancianos de los países “desarrollados”. Algo no encaja.

Si se llegó a este llamativo estado de psicosis generalizada (tenemos miedo y desconfianza del vecino) por una enfermedad que realmente no es tan peligrosa, ¿qué hay detrás? ¿Solo sacrosanto interés por la salud de la población? No parece ser cierto.

Se podrían pensar varias cosas para entender esta monumental alarma y pánico inducido, este clima de fin del mundo que se nos hace vivir.

1. El sistema capitalista está haciendo agua; la crisis financiera global de los capitales parásitos ha reventado. Se está ante una situación igual o peor que la Gran Depresión de 1930. El “Armagedón” de la pandemia sirve como “elegante” salida a la crisis. Los recortes presupuestarios y el empobrecimiento generalizado de las poblaciones que podrán seguir a la alarma sanitaria global seguramente serán terribles, pagadas -naturalmente- por el campo popular. Los capitales, los grandes megacapitales, muy probablemente saldrán indemnes, incluso fortalecidos. En tal sentido, la pandemia le sirve al sistema (¿se sacarán de encima, de paso, unos cuantos ancianos evitando pagar pensiones, ese “riesgo de longevidad” de la que habla la gran banca mundial?).

2. Sirve también para disciplinar a las poblaciones. Quizá, como efecto secundario de la enfermedad, esta llamativa militarización de los espacios sociales es un preámbulo de lo que podrá seguir en un capitalismo post-pandemia (porque socialismo, evidentemente, no habrá): poblaciones hiper controladas, con “distanciamiento” social, con trabajo desde la casa, sin aglomeraciones (siempre peligrosas para el statu quo).

3. Como los sistemas de salud pública (en el Norte y en el Sur) están tremendamente debilitados por los años de neoliberalismo que destruyeron a los Estados privatizando todo, una emergencia sanitaria de alto calibre puede resultar catastrófica. Para evitar el colapso de lo poco que queda de los sistemas públicos (¿y posibles estallidos sociales concomitantes?), y dado que el virus es altamente contagioso (aunque no muera mucha gente, hay que hospitalizarla, ancianos básicamente) la orden es evitar a toda costa las transmisiones. De ahí estas políticas de confinamiento tan llamativas, cosa que no sucede con las afecciones de los no-WASP (¿que se mueran los pobres del Tercer Mundo? Eso no importa tanto).

4. Quizá desde una lectura conspirativa de los hechos, puede preguntarse por qué tanto interés en la futura vacunación. La enfermedad no es especialmente letal, aunque muy contagiosa. Lo increíble es que sí existe cura (cosa de lo que la corporación mediática capitalista no habla). Un medicamento generado en Cuba, ahora producido industrialmente en China, el Interferón alfa 2B, y prohibido por Estados Unidos, se mostró efectivo para detener la epidemia en Wuhan. Valga decir que 45 países lo han solicitado, pero Estados Unidos tiene prohibida su comercialización, y la corporación mediática comercial ni menciona el tema. ¿Por qué este interés tan exacerbado en la vacuna preventiva? Obviamente eso da para conjeturar variedad de hipótesis, tal como se ha dicho, que la pandemia está inducida para realizar la vacunación masiva posteriormente. ¿Qué se inocularía allí? Más allá del posible tenor paranoico en juego, tiene sentido abrirse esa pregunta.

Lo que está claro es que el sistema capitalista se movió, como lo hace siempre, como no puede hacerlo de otro modo, muy hipócritamente. Sin querer en absoluto hacer una entronización del actual modelo chino, no puede dejar de reconocerse que su manejo de la epidemia fue más exitoso que el llevado adelante en Estados Unidos o en Europa. Pekín informó, con el último conteo realizado al alza, de 4,642 fallecidos. En territorio estadounidense ya van 30,000. 

En esta economía global -se pregunta Sara Flounders en su texto “La planificación socialista de China y Covid-19”- ¿por qué la administración de Trump rechazó las ofertas de equipos de prueba esenciales y suministros médicos de China, e incluso de la Organización Mundial de la Salud? No se debe solo a la creciente hostilidad de EEUU hacia el sorprendente nivel de desarrollo de China. Tampoco está impulsado solo por ideólogos de derecha. La atención médica existe con fines de lucro. Los kits de prueba y suministros médicos gratuitos o de bajo costo amenazan el impulso capitalista de sacar provecho de cada transacción humana. Las compañías farmacéuticas, médicas y de seguros son las corporaciones más rentables en EEUU en la actualidad. Junto con el petróleo y las llamadas corporaciones de defensa, dominan el capital financiero. (…) La naturaleza no planificada y competitiva de la producción capitalista distorsiona toda interacción social. La especulación salvaje y las burbujas de ganancias rápidas son la norma.

Definitivamente, una economía planificada, con un Estado que brinda los servicios básicos, está en mejores condiciones de afrontar estas crisis que un modelo de feroz libre mercado.

Lo cierto es que países que han mantenido Estados sin los recortes impuestos por el neoliberalismo, como Corea del Sur por ejemplo (que ya sufrió otras epidemias hace poco tiempo), nación eminentemente capitalista, o Vietnam, con un socialismo sui generis, o la República Popular China, con su particular modelo de “socialismo de mercado”, pudieron gestionar mucho mejor la crisis que los Estados debilitados. En el Norte próspero (Estados Unidos y Europa Occidental) las muertes se dispararon tan espectacularmente porque 1) tienen poblaciones más longevas que el Tercer Mundo, y es allí donde más golpea la enfermedad, y 2) porque allí las poblaciones, por su poder económico, viaja mucho más, con lo que es más fácil esparcir el virus.

En estos tiempos de crisis, mientras el presidente Donald Trump, pensando en su reelección de noviembre próximo, y con un ánimo hipócritamente oportunista, ataca a China por su “criminal” papel al “haber difundido la afección por el mundo”, el gigante asiático, en una muestra de solidaridad sin par, ha donado más de un millón de máscaras y otro material médico a Corea del Sur, 5,000 trajes protectores y 100,000 máscaras a Japón y 12,000 kits de detección a Pakistán, llevado personal y equipo sanitario a Italia (junto con Cuba y Rusia), mientras ponía a disposición de la población mundial un pormenorizado manual, traducido a numerosas lenguas, para la atención del COVID-19.

Valga aclarar rápidamente que la República Popular China no es, precisamente, el paradigma de socialismo al que pueda aspirarse. Sin dudas, ahí pasaron cosas importantísimas en estos últimos 70 años: la Revolución de 1949 con el liderazgo de Mao Tse Tung, las reformas de libre mercado con Deng Xiao Ping en los 80 del pasado siglo, la acumulación de capitales fenomenal que comenzó a darse a partir de ese entonces, el confuso “socialismo de mercado” de estos últimos años, el salto científico-técnico espectacular que la pone a la vanguardia mundial en muchos aspectos (inteligencia artificial, telecomunicaciones, super computadoras). 

Estados Unidos, la principal potencia capitalista, ve en este despertar de China un serio oponente a su hegemonía mundial. En estos últimos años, con su espectacular avance económico, el país asiático sacó de la pobreza a 500 millones de habitantes, pero no nos equivoquemos: China transita un complicado, confuso, quizá engañoso camino que no es socialista. La clase trabajadora mundial no puede mirarse en ese espejo. Hay, eso sí, un Estado fuerte manejado férreamente por el Partido Comunista, con un lenguaje medianamente “socialista”, pero con una inmisericorde explotación de la fuerza laboral, con una extendida burocracia, premiándose el enriquecimiento personal: “Ser rico es glorioso”, pudo decir Deng Xiao Ping en el auge de las reformas, apelando al más descarnado pragmatismo: “No importa si el gato es blanco o negro; lo importante es que cace ratones”. 

Sin la posibilidad de ampliar ese debate en este mediocre opúsculo, entender el fenómeno chino y pensar ese “socialismo” es tarea urgente para los revolucionarios de todas partes del mundo. Lo cierto es que China, sin disparar un solo tiro, está cada vez mucho más presente en el globo que Estados Unidos, y su papel (malintencionadamente presentado) de fabricante de “juguetitos baratos de mala calidad” ha quedado absolutamente atrás. Sus logros científicos ya superan a Occidente.

Sin embargo “Los métodos de gobierno de la autocracia de Pekín empiezan a fascinar a una parte de la opinión pública: los éxitos en la contención de la epidemia demostrarían la superioridad del autoritarismo asiático, con su avanzada tecnología de control de masas, sobre las democracias liberales occidentales. Pero hay trampa en esa aseveración. En realidad, a lo largo de las últimas décadas, el régimen chino no ha hecho sino facilitar el avance impetuoso del capitalismo. Un desarrollo que arrasa ecosistemas y propicia la aparición de nuevas epidemias que se propagan a escala planetaria”, dicen acertadamente Beatriz Silva / Lluís Rabell. 

Insistamos: el debate sobre el socialismo chino es urgente. ¿Es posible el socialismo en un solo país? ¿Cómo avanzar hoy hacia un planteo socialista con este capitalismo globalizado feroz que aún domina? ¿Qué puede esperarse de la Nueva Ruta de la Seda?

Lo que está claro es que la actual pandemia pone al rojo vivo las tensiones geopolíticas de un modo descomunal. La actual batalla entre Estados Unidos y China por la hegemonía mundial puede ser -quede claro: “puede”, no es en modo alguna una afirmación categórica- el paso previo para un enfrentamiento militar, que seguiría a la actual guerra económica. China, en el aniversario 70 de su Revolución, exhibió un poderío bélico que dejó asombrado al mundo con su misilística hipersónica, incluso a Rusia (superando ya a Estados Unidos, y muy cerca técnicamente de la potencia euroasiática).

La Casa Blanca, muy hipócritamente, y secundada en la jugada por su acólito (¿perrito faldero?) de la Unión Europea, alzó sus baterías contra la “irresponsabilidad” china, supuestamente por no haber denunciado a tiempo la aparición de este nuevo virus en la ciudad de Wuhan. No se sabe a ciencia cierta cómo comenzó el virus (¿arma bacteriológica?, pero ¿de cuál de las dos potencias?, ¿mutación natural de un virus?, ¿accidente o acción premeditada?). Lo cierto es que hoy día mató gente. No mucha, comparada con otras catástrofes humanas (el hambre, la sed, las guerras). Pero para el discurso hegemónico del capital (eurocéntrico, blanco, racista, machista-patriarcal, heteronormativo… ¿lo que decía nuestro amigo en su correo, sintetizado como WASP?) la llegada del coronavirus, fundamentalmente por parte de Washington, es la oportunidad de encontrar “chivos expiatorios”.

Los chinos son los “malos”, secundados por la OMS, que supuestamente habría jugado a favor de Pekín. Siempre hay un “malo” de la película, visión maniquea que alguna vez tendremos que aprender a desechar. Lo humano es infinitamente más complejo que “buenos” y “malos” (lucha de clases, dirá el materialismo histórico, pulsión inconsciente, dirá el psicoanálisis, visiones mucho más ricas que las mediocres películas de Hollywood, que siguen dominando nuestro pensamiento, y que incluso están presentes en mucho de la academia capitalista).

Que el gobierno chino miente, seguramente. Que los gobiernos capitalistas occidentales mienten: seguro (¿armas de destrucción masiva en Irak?, ¿peligro comunista de Nicaragua invadiendo Texas?, ¿“defensa de la democracia y la libertad” con toneladas de bombas, napalm y agente naranja?, ¿terrorismo islámico fundamentalista que requiere de guerras preventivas?, ¿narcotraficantes latinoamericanos que quieren desestabilizar el orden mundial?, .... la lista puede ser interminable).

El actual confinamiento global es para evitar que explote el sistema, porque los servicios públicos de salud están super debilitados por culpa de las mismas políticas capitalistas. Pero eso no se dice, y se impulsa el espantoso pánico por este nuevo virus. El medicamento cubano, ahora producido en China, es útil, pero eso no se dice. La mentira es lo que domina la escena. A la población jamás, absolutamente nunca jamás los poderes le hablan con honestidad.

No se trata de creer o no ingenuamente lo que dicen los medios o los políticos o las empresas. Mucho menos, la publicidad. “Usted no es un cliente. ¡Es un amigo!”, dicen los bancos. ¿Alguien se lo podrá creer? “La política es el arte de impedir que la gente se entrometa en lo que realmente le atañe, haciéndole creer que decide algo”, dijo Paul Valéry. De lo que se trata es de trabajar para construir ese nuevo mundo que supere al capitalismo, donde la gente de a pie (como quienes están leyendo esto) sean parte real de las decisiones que le atañen.

¿Llamaremos a eso democracia socialista? Seguramente. Y aclaremos una vez más: aunque China tenga un desarrollo económico científico-técnico deslumbrante y una Nueva Ruta de la Seda, todavía no es el socialismo que buscamos. Pero, sin dudas, con un Estado que funciona y un Partido Comunista que mantiene un ideario medianamente socialista, gestionó mejor la pandemia que los países capitalistas centrales (que siguen siendo, en esencia, WASP… y en el mundo no existen solo los WASP, no olvidarlo nunca).

¿Qué sigue a la pandemia? Por cómo van las cosas, más capitalismo. ¿Por qué habría de cambiar eso? Y para peor: quizá un capitalismo fortalecido, más autoritario y controlador. La búsqueda del socialismo, por tanto, sigue vigente.

 Fuente: ALAI


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