Una
media página en el “Financial Times” del pasado 18 de junio, pagada por
las líderes de unas 500 Organizaciones No Gubernamentales (ONG), lanzó
la alerta que el Consejo de Derechos Humanos de la ONU se pronunciaría
sobre la necesidad de elaborar “un instrumento jurídicamente vinculante
para reglamentar las actividades de la sociedades transnacionales”, una
idea sostenida por el Vaticano y el Parlamento Europeo.
La decisión de
crear una Convención internacional que obligue a los Estados que la
ratifiquen a legislar para prevenir y castigar las violaciones de los
derechos humanos cometidos por estas compañías significó el surgimiento
de una política alternativa a la hasta ahora única estrategia de la ONU
en la materia, que es la de alentar a las multinacionales “y a otras
empresas”, para que asuman “compromisos voluntarios” no coercitivos. Las
tres semanas de negociaciones finales en Ginebra, dieron luz a dos
resoluciones, que pusieron en evidencia dos puntos de vista diferentes
para resolver uno de los grandes desafíos de la mundialización.
Keith
Harper, el nuevo embajador de Estados Unidos en Ginebra para derechos
humanos, es un descendiente de indígenas cherokee, que se hizo fama de
paciente porque venció a los poderes públicos de la primera potencia
mundial en un litigio judicial para la restitución de tierras a su
comunidad. Sin embargo, no logró pactar la fusión de las dos
resoluciones con su colega de Ecuador, Luis Gallegos Chiriboga, quién
pese a que su país no integra el Consejo este año, encabezaba, secundado
por Sudáfrica, el grupo de Estados favorables a la Convención.
A
cambio que Ecuador y Sudáfrica retiraran su resolución, la propuesta
impulsada por Harper consistía en incorporar un párrafo en el proyecto
patrocinado por Noruega, Argentina, Ghana y Rusia, a la que su Estados
Unidos adhería, de continuar y reforzar la aplicación de “los principios
rectores” adoptados por la ONU en 2011, para que las transnacionales se
plieguen voluntariamente a los mismos. Ese nuevo párrafo ofrecía poner
“en marcha un proceso inclusivo y transparente de consulta con los
Estados, abierto a otros intereses, con el fin de explorar y facilitar
el debate sobre medidas de carácter practico y jurídico tendientes a
mejorar el acceso de las víctimas de violaciones de los derechos humanos
relacionados con actividades empresariales a la reparación, por vía
judicial y extrajudicial, incluidos los beneficios y limitaciones que
tendría un instrumento vinculante”.
Pero
Ecuador y Sudáfrica no aceptaron la oferta. Decidieron correr el riesgo
de la votación, que no obstante les dio una victoria bastante ajustada.
Consiguieron una mayoría relativa, de 20 votos a favor, 14 en contra y
13 abstenciones. Por cierto, el escrutinio aportó algunas novedades.
Ante todo, la mitad mas uno de los miembros del Consejo (14+13) no
estaban de acuerdo con la resolución. Luego, América Latina se dividió,
solo Cuba y Venezuela apoyaron la iniciativa, mientras que los otros
seis países de la región presentes en el Consejo se abstuvieron
(Argentina, Perú, Brasil, Chile, Costa Rica y Mexico). A su vez, Rusia,
uno de los cuatro copatrocinadores de la resolución alternativa a la
Convención, inesperadamente votó a favor de la misma, en el entendido
que las dos resoluciones son complementarias y no antagónicas, un
criterio que comparten la India y China, datos no desdeñables porque
esos países reúnen más de la mitad de la población de la humanidad.
Al
explicar sus votos hostiles, la Unión Europea, Japón y los Estados
Unidos coincidieron en que el Grupo de Trabajo al que se convoca a todos
los Estados miembros de la ONU para que contribuyan, a partir de 2015, a
la redacción de un borrador de la futura Convención, no sería la
estructura idonea para afrontar “la complejidad del problema” y “atender
todos los temas”, y que su constitución “menoscaba los esfuerzos ya
realizados”. Se referían así a la labor de los expertos independientes
designados por el Consejo que, constituidos en Grupo de Trabajo,
elaboraron los “principios rectores” en 2011 para persuadir a las
multinacionales a tomar medidas que impidan las violaciones de los
derechos humanos, reparen los daños ocasionados e indemnicen a las
víctimas. Ese Grupo informa periódicamente al Consejo de los progresos
que se van consiguiendo y celebra un Foro anual de debate con los países
y empresas, para hacer avanzar la implementación de esas “líneas
directrices”.
La
derrota de no haber podido frenar la idea de la Convención,
integrándola en su propia resolución, no amilanó a los cuatro países que
han preferido el avance paso a paso, desechando los grandes cambios
revolucionarios, considerados imposibles por muchos en la ONU. Noruega,
Argentina, Ghana, Rusia mantuvieron su proyecto de continuar la tarea de
conseguir nuevos adeptos a los “principios rectores”, ya sea entre los
países individualmente, en el seno de las coaliciones regionales de
Estados y las transnacionales, y alcanzaron un consenso. No hubo
necesidad de votación, porque ningún país lo pidió. Sudáfrica pareció
tentada, causando un retraso en la agenda, pero finalmente desistió,
aunque en su discurso dejó claro su descontento. Manifestó una especie
de advertencia. Dijo que las multinacionales “no pueden operar en el
vacío de la mundialización, su control y sanción son muy débiles,
brillan por su ausencia, es imperativo un marco vinculante, los
principios rectores no es el fin, el fin es una Convención”.
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