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La Actuación del Tribunal Internacional para la Aplicación de la Justicia Restaurativa
Carol Proner - Rebelión
Las diferentes experiencias de justicia transicional que se están llevando a cabo en distintos países no obedecen a un modelo pre-establecido, pues que responden a diferentes procesos de transición con respecto a la represión político-militar habida en cada país y, por eso, son siempre procesos con características particulares, por veces inéditas.
Carol Proner - Rebelión
Las diferentes experiencias de justicia transicional que se están llevando a cabo en distintos países no obedecen a un modelo pre-establecido, pues que responden a diferentes procesos de transición con respecto a la represión político-militar habida en cada país y, por eso, son siempre procesos con características particulares, por veces inéditas.
Actualmente uno de los casos más relevantes tiene lugar en la República de El Salvador. Se trata del Tribunal Internacional para la Aplicación de la Justicia Restaurativa, de la cual soy miembro, una iniciativa de organizaciones y expertos en derechos humanos sensibilizados por la carencia de respuestas por parte del Estado sobre las gravísimas violaciones perpetradas por una de las guerras más crueles e inhumanas de la historia de América Latina.
El Instituto de Derechos Humanos de la Universidad Centro Americana José Simeón Canas (IDHUCA) - Human Rights Institute of the Central American University Jose Simeon Canas), la Comisión de Amnistía de Brasil y la Fundación por la Justicia de España, responsables por la organización del Tribunal, ha celebrado la 4ª edición en los días 20 a 23 de marzo en Tecoluca, departamento de San Vicente, y, una vez más, ha definido como objetivos sanar las heridas provocadas por toda clase de violaciones a los derechos humanos ocurridas durante los “años de guerra”, entre 1981 e 1992, así como los perpetrados en la década de los 70, período conocido como los “años de represión”.
El conflicto armado, que según estudios del PNUD, ha provocado aproximadamente 12 años de estagnación en términos de desarrollo, nunca ha sido declarado oficialmente, pero tuvo como opositores, de un lado, las Fuerzas Armadas de El Salvador (F.F.A.A. o FAES) y, de otro, las fuerzas insurgentes del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) que, a su vez, concentró diferentes posiciones de contestación respecto a las injusticias sociales, políticas y económicas de la época. Las consecuencias humanas y sociales son nefastas, más de 75 mil muertos, la gran mayoría por masacres cometidas por las fuerzas armadas del gobierno contra la población civil no combatiente, especialmente mujeres, niños y ancianos. Las cifras de desapariciones forzosas están estimadas entre 20 y 40 mil personas, de acuerdo a diferentes mediciones y más de un millón y medio de habitantes han sido obligados a emigrar a otros países o han pasado por situaciones forzosas de desplazamiento interno.
El conflicto finalizó con la celebración de una serie de acuerdos, mediados por Naciones Unidas y firmados en 16 de enero de 1992 (Acuerdos de Paz de Chapultepec). Más allá del “cese al fuego”, este anhelo de paz ha significado un marco de reformas estructurales en cinco áreas fundamentales, para dar impulso a lo que se ha llamado “viraje histórico rumbo a la democratización del país”: desmilitarización y subordinación de las fuerzas armadas al control civil, creación de la Policía Nacional Civil y de la Academia Nacional de Seguridad Pública, modificaciones al sistema judicial y al sistema de protección de los derechos humanos, modificaciones en el sistema electoral con la creación del Supremo Tribunal Electoral y la reintegración de los derechos políticos y civiles a los dirigentes del FMLN, además de algunas reformas en el campo económico e social.
Todas estas medidas fueron exigidas por la sociedad en su momento. Ahora bien, además de la fatiga de la guerra, una causa fundamental que precipitó este tipo de demandas fue la deslegitimación de las fuerzas armadas por el asesinato de seis jesuitas en el marco de la ofensiva militar y guerrillera en noviembre de 1989 (la conocida masacre de los jesuitas, entre ellos, el Padre Ignacio Ellacuría). Internacionalmente las Naciones Unidas han influido en la realización de negociaciones, pero también el nuevo escenario geopolítico mundial y regional acaecido por el derrumbe del bloque comunista ha influido para el fin de la violencia que, a fines de la década de los 90 entraba en una nueva fase de ofensivas.
A la vez, es vital destacar que las verdaderas causas del conflicto no han sido solucionadas. Así, mientras que la miseria, la desigualdad e injusticia social y la concentración de la riqueza se intensifican; demandas centrales como la que aboga por una reforma agraria verdadera, no han sido siquiera tenidas en cuenta en los acuerdos y así El Salvador sigue teniendo una grave situación social y económica, incorporada a nuevas modalidades de violencia y autoritarismo, todo esto como legado cardinal de la guerra.
El presente año de 2012, se conmemoran y se miden los resultados de los 20 años desde el marco de pacificación mediado por la ONU, así como el impacto de la formación de la Comisión de la Verdad, instituida por los acuerdos de paz. Esta Comisión, que ha recibido más de 23 mil denuncias y ha elegido 32 casos considerados ejemplares por la densidad de su violencia, emitió múltiples recomendaciones; la mayoría de ellas jamás han sido cumplidas, como tampoco la gran parte de las relativas a la restauración de la memoria y de la verdad sobre los acontecimientos sucedidos durante el conflicto, especialmente el “derecho a la justicia” en su dimensión punitiva que precisa de investigar y condenar los perpetradores por los crímenes de lesa humanidad y por crímenes continuados de desaparición forzosa. En 1993 fue aprobada la Ley de Amnistía, lo cual no significa otra cosa que la puesta en marcha de las inaceptables “leyes de auto-amnistía” o “leyes del olvido” o “de punto final”, todo ello con el objetivo de impedir que se demuestre la responsabilidad por las masacres y otras violaciones gravísimas.
Como respuesta a la generalizada inercia estatal y la negativa reiterada por parte de los poderes públicos de cumplir con su responsabilidad en materia de derechos humanos – responsabilidades emanadas tanto de la constitución como de normas y compromisos internacionales – alternativamente la sociedad civil, por medio de organizaciones de derechos humanos, sigue ampliando las estrategias públicas y jurídicas hacia la justicia y la verdad.
En el caso de la experiencia del Tribunal Internacional para la Aplicación de la Justicia Restaurativa, que tuvo su primera edición en 2009 con ocasión del 20º aniversario de la masacre de los jesuitas, es posible identificar una forma alternativa de aplicación de la justicia que merece la pena evaluar.
La dinámica del Tribunal contiene elementos simbólicos distintivos que le otorgan una capacidad narrativa formidable, entre ellos la celebración de los juicios en el lugar donde ocurrieron las masacres, con la participación de miembros de la comunidad, además de autoridades estatales, actores políticos, y de organizaciones no-gubernamentales, allí las víctimas y sobrevivientes son estimulados a hablar delante de un público formado fundamentalmente por su propia gente. En estas condiciones son capaces de articular sus memorias, de denunciar los responsables por sus desventuras y a construir las narrativas que revelan la historia de una localidad y de un país que hasta hoy ha preferido ocultar y olvidar su pasado.
Familias completas han desaparecido en las masacres, muchas veces no hay posibilidad de rescatar la historia por ausencia física de las víctimas, los sobrevivientes son portavoces de los más perturbadores testimonios que incluyen torturas extremas, violaciones sexuales, acusaciones directas sobre la crueldad y refinamiento de los métodos con los que se realizaban las ejecuciones, desapariciones forzadas que implican que las personas o bien eran tiradas en fosas comunes, o alimentaban las redes de tráfico de menores, venta de órganos humanos u otro tipo de criminalidad conexa. Algunos han tenido más suerte que otros y siguen vivos, pero la mayoría adoptados por otras familias, dentro de las cuales no es extraño encontrar que a las mismas familias de los perpetradores.
En este 4º tribunal de justicia restaurativa realizado en la localidad de Tecoluca fueron juzgados los casos de las masacres de La Cayetana, El Guagoyo, El Cañal, Santa Cruz Paraíso, El Campanario y El Junquillo. Sobre ese último, los participantes han celebrado la noticia de la deportación de Estados Unidos, del perpetrador Coronel Carlos Napoleón Medina Garay, conocido como el “carnicero del Junquillo”.
Es impactante percibir que, más allá de la sentencia/recomendación emitida por el Tribunal y de los dispositivos legales y exigencias jurídicas que se pueda construir a partir de la responsabilidad y del deber de protección por parte del Estado, este mecanismo, como modelo alternativo a la aplicación de la justicia oficial, permite, entre otras cosas, expurgar fantasmas y miedos que los sobrevivientes guardan hace más de veinte años y hacerlo delante de sus familiares, de su comunidad, de su propio espejo, y en viva voz, restableciendo la audacia, la rebeldía y la dignidad.
Es un momento en que ocurre una especie de catarsis individual y comunitaria y que alcanza dimensiones inimaginables en razón de la gravedad de las violaciones que han sido perpetradas. Este es un efecto formidable de este tipo de iniciativa que, comparada a la justicia tradicional y dadas las limitaciones propias de su lógica formalista, jamás puede ser logrado. A la vez, los relatos inmensamente ricos en detalles permiten construir un mapa de los hechos, contribuyendo a la reconstitución de la memoria histórica, tan necesaria para alcanzar el fin último que no es otro que la no repetición de actos semejantes.
En ese sentido, en la medida en que se instituye a las propias víctimas como autoridades, lo que los convierte en verdaderos autores de la consciencia, el Tribunal adquiere su fundamento y fuerza moral. El proceso restaurativo que se desarrolla en las largas sesiones tiene esos dos efectos inmediatos, el de establecer una compensación moral a las víctimas, y, a la vez, recuperar la memoria de la localidad contribuyendo así a la restauración colectiva de la sociedad en general, las víctimas indirectas.
Jurídicamente, el derecho a la verdad encuentra su fundamento en los artículos 25 y 1º de la Convención Americana de Derechos Humanos, del cual es parte El Salvador y que consagra la protección judicial y el derecho a buscar y obtener información. Son titulares de ese derecho tanto las víctimas directas como las indirectas, es decir la sociedad en general. La fuerza jurídica del tribunal también se ampara en los artículos 1º, 28 y 29 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, asimismo en el artículo 32 de la Convención Americana de los Derechos Humanos.
Entre las funciones específicas del Tribunal se encuentra recordar y exigir al Estado salvadoreño que cumpla con su deber de reconocer a la persona humana como el origen y el fin de sí mismo. Recordar los compromisos plasmados en la Constitución respecto a los derechos constitucionales y el correspondiente derecho de las víctimas a tales derechos, el valor absoluto de la vida y de la dignidad humana, además de su responsabilidad por los compromisos con la referida Convención Americana y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de Naciones Unidas, sin mencionar los principios imperativos y ampliamente conocidos en materia de derecho internacional humanitario.
Las matanzas, las masacres, los fusilamientos y torturas han sido perpetrados bajo operativos militares con el objetivo de exterminar de forma masiva a miembros de la sociedad salvadoreña, incluyendo la ejecución indiscriminada de mujeres, niños y adultos mayores. Estrategias como la llamada “tierra arrasada” o “tierra quemada”, que consiste en destruir cualquier cosa (cultivos, ganado) que pueda ser provechosa al enemigo, han sido recurrentes. Bajo la lógica maniquea de la persecución a los “enemigos comunistas”, propia de la Guerra Fría, se han legitimado las persecuciones a sospechosos sin necesidad de autorización u orden judicial, se ha naturalizado la tortura y se ha incrementado un nivel de cinismo proporcional a las técnicas represivas, hasta el punto de justificar que la matanza de críos y mujeres era una parte integral de la táctica de debilitación moral y material de las bandas guerrilleras.
En este cruel conflicto armado se registró la contundente responsabilidad de gobiernos de otros países, especialmente el de Estados Unidos, que alimentó militar y económicamente la ofensiva gubernamental durante la guerra civil a partir de la premisa de la “guerra ideológica o anticomunista”. Estimase que la ayuda directa al conflicto armado por parte del gobierno estadunidense ha llegado a 1,73 billones de dólares e indirectamente han sido invertidos, incluyendo recursos para procesos electorales, aproximadamente 3,2 billones de dólares.
Más allá de actuar bajo el auto-convencimiento delirante de que todo se reducía a un simple esquema de perseguir a los malos y salvar a los buenos, la gravedad del proceso realmente consistió en que lo que les permitía continuar con las atrocidades era la convicción de que actuaban bajo la impunidad absoluta, que nada les podría pasar, sensación que ha sido reforzada por el proceso de amnistía y olvido, que sobrevino al conflicto armado y que actualmente se entiende como momento de reconciliación nacional. Sin embargo, no hay excusas para los crímenes cometidos. La sociedad salvadoreña se rehúsa a olvidar, comprende que un pueblo que olvida a su pasado está condenado a él, y por eso ruega por justicia.
Desde el punto de vista jurídico, los perpetradores han cometido crímenes en contra de la humanidad ampliamente previstos en el derecho internacional, tanto por la Asamblea General de Naciones Unidas en diversas recomendaciones anteriores a la guerra civil, como los definidos por las sentencias de Núremberg. El Salvador ya estaba, en 1946, integrado a un sistema jurídico que consideraba punibles los crímenes en contra de la paz, los crímenes de guerra y los crímenes en contra de la humanidad, bajo las leyes internacional. Además, los hechos delictivos estaban ya descritos y penados en el Código Penal.
Esos crímenes han sido practicados siguiendo un patrón sistemático y generalizado por parte de agentes del Estado, por “comandos” de agentes del Estado o por omisión de agentes del Estado. En el momento del comienzo de la ejecución esos crímenes ya eran conductas delictivas, de modo que no cabe dudas de la responsabilidad del Estado y de la omisión en su deber de protección.
En ese sentido, se añade la resolución de la ONU n. 2338 de 18 de diciembre de 1967 que declara la imprescriptibilidad de los crímenes contra la humanidad. Asimismo, el caso Barrios Altos vs. Perú, el Caso Almonacid vs. Chile, casos en que la Corte Interamericana ha declarado la imprescriptibilidad de los crímenes de lesa humanidad al afirmar que es un principio de derecho internacional consuetudinario, es decir normas del jus cogens, al que no se puede contraponer limitación temporal alguna.
Lo que piden las víctimas, además de la inestimable compensación moral, es su derecho a la reparación integral que incluye la verificación de los hechos, la revelación pública y completa de la verdad, la búsqueda de las personas desaparecidas, la identidad de los niños secuestrados y de los cadáveres, también esperan recibir una declaración oficial que pueda restablecer la dignidad, la reputación, los derechos de las víctimas y de otras personas afectadas (principios definidos por Naciones Unidas A/60/509/Add.1, de 19 de abril de 2005). Lo que se podría afirmar como principios de Joinet relativos a la reparación prevista en el derecho internacional humanitario a partir de cinco dimensiones:(1) restitución; (2) indemnización; (3) rehabilitación; (4) satisfacción; y (5) garantías de no repetición. Se trata de una tentativa de compensar y, hasta cierto punto, restaurar los proyectos de vida que se han perdido.
Es necesario decir se están produciendo cambios importantes a partir de una postura más colaborativa del gobierno actual. El presidente Mauricio Funes ha cumplido una parte importante de su deber en lo referente al proceso transicional, como jefe de Estado, ha reconocido, en algunas oportunidades, la responsabilidad del Estado por las masacres y ha pedido perdón. Recientemente en visita a Morazán, localidad en que ha ocurrido la masacre de El Mosote, el Presidente, tras pedir perdón, ha declarado: “en tres días y tres noches, se perpetró la más grande masacre contra civiles de la historia contemporánea latinoamericana. Aquí se exterminó a casi un millar de salvadoreñas y salvadoreños, la mitad de ellos niños menores de 18 años”.
Es sin duda un importante paso, pero lamentablemente aún es un acto aislado. Los órganos legislativos y judiciales siguen negando el derecho a la justicia, incluso ignorando algunas demandas de fácil cumplimiento y alto valor simbólico, como retirar los títulos honoríficos de los perpetradores del espacio público. Nombres de calles y plazas, aun llevan los nombres de los responsables de masacres y desapariciones. Parte de la población afectada por las masacres sigue temblando cuando escucha el ruido de un helicóptero o cuando mira a las fardas verdes y las botas de los militares, hay sospecha y miedo respecto de un proceso de remilitarización en la seguridad pública lo que demuestra desconfianza hacia el futuro.
La violencia en El Salvador está en expansión, perjudicando hasta su capacidad económica de crecimiento. En 2010 el país ha constatado el menor crecimiento de la región y como causa fundamental figura la inseguridad y la violencia asociada al fenómeno de las “maras” que a su vez es uno de los efectos innegables de la guerra.
La violencia callejera tiene conexión directa e indirecta con los efectos de la guerra civil. La Mara Salvatrucha o MS-13, como una de las organizaciones callejeras más importantes, tiene origen en la década de los 80 con inmigrantes que huyeron de la guerra civil y que se instalaron en la parte baja de Los Ángeles en busca desesperada de una mejor vida. Allí, como víctimas de la violencia de pandillas preexistentes, pasaron a la ofensiva y se transformaron en organizaciones criminales violentas, ganando territorio y puntos de tráfico de drogas y armas.
Actualmente el fenómeno de las “maras” es un problema centroamericano, en El Salvador se estima que es responsable por el 90% de los asesinatos cometidos. Se trata de una grave realidad que asecha la sociedad salvadoreña, a punto de presionar el gobierno a llevar a cabo una negociación con los líderes de las principales pandillas de la región con el fin de lograr un acuerdo de paz, tema polémico que divide opiniones.
La mayoría de analistas concuerdan en que, de modo semejante a lo que pasó con los acuerdos que dieron fin a la guerra civil en los 90, las propuestas de pacificación y fin de la violencia callejera, en un eventual acuerdo entre gobierno y las maras, privilegia el inmediatismo y no toca temas estructurales que dependen de soluciones a largo plazo.
La cifras en El Salvador son escalofriantes, casi 80% de la población vive debajo de los niveles de pobreza, con tazas records de desempleo, sigue habiendo un inverosímil éxodo humano, (anualmente emigran casi 720 mil personas al exterior), creando una dependencia familiar económica enorme sobre las remesas. Todo esto nos obliga a reconocer que en una sociedad con heridas abiertas de esta magnitud, tanto su problemática como su traumatismo social están conectados directa e indistintamente a un pasado violento y reticente a la transformación social.
Esa es la cara menos estudiada y más importante de la justicia transicional, la reforma de las instituciones profundas de la sociedad. En el caso salvadoreño supone enfrentar sin esguinces las verdaderas causas de la guerra civil, posicionando la erradicación de la miseria como fin último de la transición hacia una sociedad democrática.
El conflicto armado, que según estudios del PNUD, ha provocado aproximadamente 12 años de estagnación en términos de desarrollo, nunca ha sido declarado oficialmente, pero tuvo como opositores, de un lado, las Fuerzas Armadas de El Salvador (F.F.A.A. o FAES) y, de otro, las fuerzas insurgentes del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) que, a su vez, concentró diferentes posiciones de contestación respecto a las injusticias sociales, políticas y económicas de la época. Las consecuencias humanas y sociales son nefastas, más de 75 mil muertos, la gran mayoría por masacres cometidas por las fuerzas armadas del gobierno contra la población civil no combatiente, especialmente mujeres, niños y ancianos. Las cifras de desapariciones forzosas están estimadas entre 20 y 40 mil personas, de acuerdo a diferentes mediciones y más de un millón y medio de habitantes han sido obligados a emigrar a otros países o han pasado por situaciones forzosas de desplazamiento interno.
El conflicto finalizó con la celebración de una serie de acuerdos, mediados por Naciones Unidas y firmados en 16 de enero de 1992 (Acuerdos de Paz de Chapultepec). Más allá del “cese al fuego”, este anhelo de paz ha significado un marco de reformas estructurales en cinco áreas fundamentales, para dar impulso a lo que se ha llamado “viraje histórico rumbo a la democratización del país”: desmilitarización y subordinación de las fuerzas armadas al control civil, creación de la Policía Nacional Civil y de la Academia Nacional de Seguridad Pública, modificaciones al sistema judicial y al sistema de protección de los derechos humanos, modificaciones en el sistema electoral con la creación del Supremo Tribunal Electoral y la reintegración de los derechos políticos y civiles a los dirigentes del FMLN, además de algunas reformas en el campo económico e social.
Todas estas medidas fueron exigidas por la sociedad en su momento. Ahora bien, además de la fatiga de la guerra, una causa fundamental que precipitó este tipo de demandas fue la deslegitimación de las fuerzas armadas por el asesinato de seis jesuitas en el marco de la ofensiva militar y guerrillera en noviembre de 1989 (la conocida masacre de los jesuitas, entre ellos, el Padre Ignacio Ellacuría). Internacionalmente las Naciones Unidas han influido en la realización de negociaciones, pero también el nuevo escenario geopolítico mundial y regional acaecido por el derrumbe del bloque comunista ha influido para el fin de la violencia que, a fines de la década de los 90 entraba en una nueva fase de ofensivas.
A la vez, es vital destacar que las verdaderas causas del conflicto no han sido solucionadas. Así, mientras que la miseria, la desigualdad e injusticia social y la concentración de la riqueza se intensifican; demandas centrales como la que aboga por una reforma agraria verdadera, no han sido siquiera tenidas en cuenta en los acuerdos y así El Salvador sigue teniendo una grave situación social y económica, incorporada a nuevas modalidades de violencia y autoritarismo, todo esto como legado cardinal de la guerra.
El presente año de 2012, se conmemoran y se miden los resultados de los 20 años desde el marco de pacificación mediado por la ONU, así como el impacto de la formación de la Comisión de la Verdad, instituida por los acuerdos de paz. Esta Comisión, que ha recibido más de 23 mil denuncias y ha elegido 32 casos considerados ejemplares por la densidad de su violencia, emitió múltiples recomendaciones; la mayoría de ellas jamás han sido cumplidas, como tampoco la gran parte de las relativas a la restauración de la memoria y de la verdad sobre los acontecimientos sucedidos durante el conflicto, especialmente el “derecho a la justicia” en su dimensión punitiva que precisa de investigar y condenar los perpetradores por los crímenes de lesa humanidad y por crímenes continuados de desaparición forzosa. En 1993 fue aprobada la Ley de Amnistía, lo cual no significa otra cosa que la puesta en marcha de las inaceptables “leyes de auto-amnistía” o “leyes del olvido” o “de punto final”, todo ello con el objetivo de impedir que se demuestre la responsabilidad por las masacres y otras violaciones gravísimas.
Como respuesta a la generalizada inercia estatal y la negativa reiterada por parte de los poderes públicos de cumplir con su responsabilidad en materia de derechos humanos – responsabilidades emanadas tanto de la constitución como de normas y compromisos internacionales – alternativamente la sociedad civil, por medio de organizaciones de derechos humanos, sigue ampliando las estrategias públicas y jurídicas hacia la justicia y la verdad.
En el caso de la experiencia del Tribunal Internacional para la Aplicación de la Justicia Restaurativa, que tuvo su primera edición en 2009 con ocasión del 20º aniversario de la masacre de los jesuitas, es posible identificar una forma alternativa de aplicación de la justicia que merece la pena evaluar.
La dinámica del Tribunal contiene elementos simbólicos distintivos que le otorgan una capacidad narrativa formidable, entre ellos la celebración de los juicios en el lugar donde ocurrieron las masacres, con la participación de miembros de la comunidad, además de autoridades estatales, actores políticos, y de organizaciones no-gubernamentales, allí las víctimas y sobrevivientes son estimulados a hablar delante de un público formado fundamentalmente por su propia gente. En estas condiciones son capaces de articular sus memorias, de denunciar los responsables por sus desventuras y a construir las narrativas que revelan la historia de una localidad y de un país que hasta hoy ha preferido ocultar y olvidar su pasado.
Familias completas han desaparecido en las masacres, muchas veces no hay posibilidad de rescatar la historia por ausencia física de las víctimas, los sobrevivientes son portavoces de los más perturbadores testimonios que incluyen torturas extremas, violaciones sexuales, acusaciones directas sobre la crueldad y refinamiento de los métodos con los que se realizaban las ejecuciones, desapariciones forzadas que implican que las personas o bien eran tiradas en fosas comunes, o alimentaban las redes de tráfico de menores, venta de órganos humanos u otro tipo de criminalidad conexa. Algunos han tenido más suerte que otros y siguen vivos, pero la mayoría adoptados por otras familias, dentro de las cuales no es extraño encontrar que a las mismas familias de los perpetradores.
En este 4º tribunal de justicia restaurativa realizado en la localidad de Tecoluca fueron juzgados los casos de las masacres de La Cayetana, El Guagoyo, El Cañal, Santa Cruz Paraíso, El Campanario y El Junquillo. Sobre ese último, los participantes han celebrado la noticia de la deportación de Estados Unidos, del perpetrador Coronel Carlos Napoleón Medina Garay, conocido como el “carnicero del Junquillo”.
Es impactante percibir que, más allá de la sentencia/recomendación emitida por el Tribunal y de los dispositivos legales y exigencias jurídicas que se pueda construir a partir de la responsabilidad y del deber de protección por parte del Estado, este mecanismo, como modelo alternativo a la aplicación de la justicia oficial, permite, entre otras cosas, expurgar fantasmas y miedos que los sobrevivientes guardan hace más de veinte años y hacerlo delante de sus familiares, de su comunidad, de su propio espejo, y en viva voz, restableciendo la audacia, la rebeldía y la dignidad.
Es un momento en que ocurre una especie de catarsis individual y comunitaria y que alcanza dimensiones inimaginables en razón de la gravedad de las violaciones que han sido perpetradas. Este es un efecto formidable de este tipo de iniciativa que, comparada a la justicia tradicional y dadas las limitaciones propias de su lógica formalista, jamás puede ser logrado. A la vez, los relatos inmensamente ricos en detalles permiten construir un mapa de los hechos, contribuyendo a la reconstitución de la memoria histórica, tan necesaria para alcanzar el fin último que no es otro que la no repetición de actos semejantes.
En ese sentido, en la medida en que se instituye a las propias víctimas como autoridades, lo que los convierte en verdaderos autores de la consciencia, el Tribunal adquiere su fundamento y fuerza moral. El proceso restaurativo que se desarrolla en las largas sesiones tiene esos dos efectos inmediatos, el de establecer una compensación moral a las víctimas, y, a la vez, recuperar la memoria de la localidad contribuyendo así a la restauración colectiva de la sociedad en general, las víctimas indirectas.
Jurídicamente, el derecho a la verdad encuentra su fundamento en los artículos 25 y 1º de la Convención Americana de Derechos Humanos, del cual es parte El Salvador y que consagra la protección judicial y el derecho a buscar y obtener información. Son titulares de ese derecho tanto las víctimas directas como las indirectas, es decir la sociedad en general. La fuerza jurídica del tribunal también se ampara en los artículos 1º, 28 y 29 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, asimismo en el artículo 32 de la Convención Americana de los Derechos Humanos.
Entre las funciones específicas del Tribunal se encuentra recordar y exigir al Estado salvadoreño que cumpla con su deber de reconocer a la persona humana como el origen y el fin de sí mismo. Recordar los compromisos plasmados en la Constitución respecto a los derechos constitucionales y el correspondiente derecho de las víctimas a tales derechos, el valor absoluto de la vida y de la dignidad humana, además de su responsabilidad por los compromisos con la referida Convención Americana y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de Naciones Unidas, sin mencionar los principios imperativos y ampliamente conocidos en materia de derecho internacional humanitario.
Las matanzas, las masacres, los fusilamientos y torturas han sido perpetrados bajo operativos militares con el objetivo de exterminar de forma masiva a miembros de la sociedad salvadoreña, incluyendo la ejecución indiscriminada de mujeres, niños y adultos mayores. Estrategias como la llamada “tierra arrasada” o “tierra quemada”, que consiste en destruir cualquier cosa (cultivos, ganado) que pueda ser provechosa al enemigo, han sido recurrentes. Bajo la lógica maniquea de la persecución a los “enemigos comunistas”, propia de la Guerra Fría, se han legitimado las persecuciones a sospechosos sin necesidad de autorización u orden judicial, se ha naturalizado la tortura y se ha incrementado un nivel de cinismo proporcional a las técnicas represivas, hasta el punto de justificar que la matanza de críos y mujeres era una parte integral de la táctica de debilitación moral y material de las bandas guerrilleras.
En este cruel conflicto armado se registró la contundente responsabilidad de gobiernos de otros países, especialmente el de Estados Unidos, que alimentó militar y económicamente la ofensiva gubernamental durante la guerra civil a partir de la premisa de la “guerra ideológica o anticomunista”. Estimase que la ayuda directa al conflicto armado por parte del gobierno estadunidense ha llegado a 1,73 billones de dólares e indirectamente han sido invertidos, incluyendo recursos para procesos electorales, aproximadamente 3,2 billones de dólares.
Más allá de actuar bajo el auto-convencimiento delirante de que todo se reducía a un simple esquema de perseguir a los malos y salvar a los buenos, la gravedad del proceso realmente consistió en que lo que les permitía continuar con las atrocidades era la convicción de que actuaban bajo la impunidad absoluta, que nada les podría pasar, sensación que ha sido reforzada por el proceso de amnistía y olvido, que sobrevino al conflicto armado y que actualmente se entiende como momento de reconciliación nacional. Sin embargo, no hay excusas para los crímenes cometidos. La sociedad salvadoreña se rehúsa a olvidar, comprende que un pueblo que olvida a su pasado está condenado a él, y por eso ruega por justicia.
Desde el punto de vista jurídico, los perpetradores han cometido crímenes en contra de la humanidad ampliamente previstos en el derecho internacional, tanto por la Asamblea General de Naciones Unidas en diversas recomendaciones anteriores a la guerra civil, como los definidos por las sentencias de Núremberg. El Salvador ya estaba, en 1946, integrado a un sistema jurídico que consideraba punibles los crímenes en contra de la paz, los crímenes de guerra y los crímenes en contra de la humanidad, bajo las leyes internacional. Además, los hechos delictivos estaban ya descritos y penados en el Código Penal.
Esos crímenes han sido practicados siguiendo un patrón sistemático y generalizado por parte de agentes del Estado, por “comandos” de agentes del Estado o por omisión de agentes del Estado. En el momento del comienzo de la ejecución esos crímenes ya eran conductas delictivas, de modo que no cabe dudas de la responsabilidad del Estado y de la omisión en su deber de protección.
En ese sentido, se añade la resolución de la ONU n. 2338 de 18 de diciembre de 1967 que declara la imprescriptibilidad de los crímenes contra la humanidad. Asimismo, el caso Barrios Altos vs. Perú, el Caso Almonacid vs. Chile, casos en que la Corte Interamericana ha declarado la imprescriptibilidad de los crímenes de lesa humanidad al afirmar que es un principio de derecho internacional consuetudinario, es decir normas del jus cogens, al que no se puede contraponer limitación temporal alguna.
Lo que piden las víctimas, además de la inestimable compensación moral, es su derecho a la reparación integral que incluye la verificación de los hechos, la revelación pública y completa de la verdad, la búsqueda de las personas desaparecidas, la identidad de los niños secuestrados y de los cadáveres, también esperan recibir una declaración oficial que pueda restablecer la dignidad, la reputación, los derechos de las víctimas y de otras personas afectadas (principios definidos por Naciones Unidas A/60/509/Add.1, de 19 de abril de 2005). Lo que se podría afirmar como principios de Joinet relativos a la reparación prevista en el derecho internacional humanitario a partir de cinco dimensiones:(1) restitución; (2) indemnización; (3) rehabilitación; (4) satisfacción; y (5) garantías de no repetición. Se trata de una tentativa de compensar y, hasta cierto punto, restaurar los proyectos de vida que se han perdido.
Es necesario decir se están produciendo cambios importantes a partir de una postura más colaborativa del gobierno actual. El presidente Mauricio Funes ha cumplido una parte importante de su deber en lo referente al proceso transicional, como jefe de Estado, ha reconocido, en algunas oportunidades, la responsabilidad del Estado por las masacres y ha pedido perdón. Recientemente en visita a Morazán, localidad en que ha ocurrido la masacre de El Mosote, el Presidente, tras pedir perdón, ha declarado: “en tres días y tres noches, se perpetró la más grande masacre contra civiles de la historia contemporánea latinoamericana. Aquí se exterminó a casi un millar de salvadoreñas y salvadoreños, la mitad de ellos niños menores de 18 años”.
Es sin duda un importante paso, pero lamentablemente aún es un acto aislado. Los órganos legislativos y judiciales siguen negando el derecho a la justicia, incluso ignorando algunas demandas de fácil cumplimiento y alto valor simbólico, como retirar los títulos honoríficos de los perpetradores del espacio público. Nombres de calles y plazas, aun llevan los nombres de los responsables de masacres y desapariciones. Parte de la población afectada por las masacres sigue temblando cuando escucha el ruido de un helicóptero o cuando mira a las fardas verdes y las botas de los militares, hay sospecha y miedo respecto de un proceso de remilitarización en la seguridad pública lo que demuestra desconfianza hacia el futuro.
La violencia en El Salvador está en expansión, perjudicando hasta su capacidad económica de crecimiento. En 2010 el país ha constatado el menor crecimiento de la región y como causa fundamental figura la inseguridad y la violencia asociada al fenómeno de las “maras” que a su vez es uno de los efectos innegables de la guerra.
La violencia callejera tiene conexión directa e indirecta con los efectos de la guerra civil. La Mara Salvatrucha o MS-13, como una de las organizaciones callejeras más importantes, tiene origen en la década de los 80 con inmigrantes que huyeron de la guerra civil y que se instalaron en la parte baja de Los Ángeles en busca desesperada de una mejor vida. Allí, como víctimas de la violencia de pandillas preexistentes, pasaron a la ofensiva y se transformaron en organizaciones criminales violentas, ganando territorio y puntos de tráfico de drogas y armas.
Actualmente el fenómeno de las “maras” es un problema centroamericano, en El Salvador se estima que es responsable por el 90% de los asesinatos cometidos. Se trata de una grave realidad que asecha la sociedad salvadoreña, a punto de presionar el gobierno a llevar a cabo una negociación con los líderes de las principales pandillas de la región con el fin de lograr un acuerdo de paz, tema polémico que divide opiniones.
La mayoría de analistas concuerdan en que, de modo semejante a lo que pasó con los acuerdos que dieron fin a la guerra civil en los 90, las propuestas de pacificación y fin de la violencia callejera, en un eventual acuerdo entre gobierno y las maras, privilegia el inmediatismo y no toca temas estructurales que dependen de soluciones a largo plazo.
La cifras en El Salvador son escalofriantes, casi 80% de la población vive debajo de los niveles de pobreza, con tazas records de desempleo, sigue habiendo un inverosímil éxodo humano, (anualmente emigran casi 720 mil personas al exterior), creando una dependencia familiar económica enorme sobre las remesas. Todo esto nos obliga a reconocer que en una sociedad con heridas abiertas de esta magnitud, tanto su problemática como su traumatismo social están conectados directa e indistintamente a un pasado violento y reticente a la transformación social.
Esa es la cara menos estudiada y más importante de la justicia transicional, la reforma de las instituciones profundas de la sociedad. En el caso salvadoreño supone enfrentar sin esguinces las verdaderas causas de la guerra civil, posicionando la erradicación de la miseria como fin último de la transición hacia una sociedad democrática.
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