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El martes 14 de febrero por la noche, por lo menos 357 prisioneros
murieron en un incendio en la penitenciaría La Granja en Comayagua,
Honduras, en uno de los peores incendios carcelarios del último siglo.
El incendio, sin embargo, es solo el último resultado mortal de la mayor
tormenta de fuego por motivos políticos que es Honduras actual.
Las autoridades hondureñas se apresuraron a
insistir en que los muertos eran criminales recalcitrantes y culparon
por el incendio a un recluso demente que prendió fuego a su propio
colchón. Pero defensores de los derechos humanos, expertos carcelarios, y
los medios de oposición subrayaron rápidamente que los mayores
criminales en esta historia son la policía y el Estado hondureño.
Daniel
Orellana, director de prisiones hasta que fue suspendido después del
incendio, fue el cerebro que dirigió a la policía de Honduras durante y
después del golpe militar, según el informe de julio de 2011 de la
Comisión de Verdad y Reconciliación convocada por el gobierno golpista
del presidente Porfirio Lobo.
Héctor Iván Mejía, el actual portavoz
policial que informa al público sobre el incendio de Comayagua, fue
previamente despedido como Jefe de Policía de la segunda ciudad por su
tamaño del país, San Pedro Sula, en parte porque emitió la tristemente
célebre orden de usar gas lacrimógeno contra una manifestación pacífica
de la oposición el 15 de septiembre de 2010, en la que participaba una
banda de música de un colegio secundario.
Cuando estalló el
fuego justo antes de las 11.00 pm, los prisioneros estaban encerados en
celdas terriblemente repletas, en algunos casos sesenta en una. Sus
guardias, policías corrientes, no tenían llaves en muchos casos o se
negaron a utilizarlas y huyeron, abandonando a los prisioneros que
gritaban. Rubén García, un sobreviviente, ha testificado que los
guardias dispararon contra los prisioneros antes de huir. Afuera, la
policía retuvo a los bomberos durante treinta minutos antes de permitir
su ingreso.
Aunque algunos de los reclusos eran, de hecho,
miembros de pandillas y narcotraficantes, como han informado los medios,
la penitenciaría de Comayagua es una prisión de segundo nivel, que
alberga a delincuentes comunes del área; los más peligrosos están en la
capital, Tegucigalpa. Muchos de ellos nunca han sido condenados y
esperaban una fecha para un juicio que nunca llega, en un país del que
se sabe ampliamente que no tiene un sistema judicial que funcione.
Cuando
estalló el incendio, los familiares se apresuraron a ir a la prisión,
solo para ser recibidos con balas y gas lacrimógeno. Todo el día
siguiente, la estación de radio de oposición de los jesuitas, Radio
Progreso, leyó los nombres de los muertos, y la mención de sus clásicos
nombres hondureños subrayó la magnitud del golpe al pueblo hondureño.
Es
el tercer gran fuego carcelario del país en los últimos años. En 2003,
la policía provocó deliberadamente un incendio matado a 69 miembros de
bandas en El Porvenir. En 2004, 104 reclusos murieron en San Pedro Sula,
sin poder escapar. En ambos casos el gobierno prometió una reforma
dramática, pero las condiciones empeoraron.
Más de 300 personas
han sido asesinadas por las fuerzas de seguridad del Estado desde que
el presidente Lobo llegó al poder en una elección de noviembre de 2009
boicoteada por la mayor parte de la oposición y casi todos los
observadores internacionales. Por lo menos cuarenta y tres activistas
campesinos han sido muertos por la policía, miembros de las fuerzas
armadas, y guardias privados de seguridad.
En el otoño pasado
el país fue alarmado por un masivo escándalo cuando las autoridades
revelaron que el 22 de octubre agentes de la policía habían
supuestamente matado al hijo de la rectora de la universidad, Julieta
Castellano, y a un amigo suyo, y que se había permitido que los
culpables quedaran en libertad. Durante todo el otoño ex funcionarios
del gobierno y otros se presentaron para denunciar una participación
generalizada de la policía en el narcotráfico y en asesinatos, a los más
altos niveles. El más destacado de los críticos, el ex congresista y
comisionado de la policía, Alfredo Landaverde, fue asesinado el 6 de
diciembre.
¿A quién, entonces, culpar por la tragedia de
Comayagua? La ex comisionada de policía María Luisa Borjas, que también
es objeto de amenazas de muerte porque ha criticado la corrupción
policial, acusó en la mañana siguiente que el incendio fue un “acto
criminal” del gobierno hondureño. El abogado Joaquín Mejía lo calificó
de “violencia institucionalizada del Estado”.
Es sabido que el
gobierno de Lobo está todavía invadido de arriba abajo de golpistas,
narcotraficantes, y de responsables de la represión de la oposición. El
peligro, ahora, es que la policía y los militares hondureños
aprovecharán el incendio de la prisión para justificar aún más una
rápida militarización de la sociedad hondureña, como advierte Oscar
Estrada, quien ha estudiado el sistema carcelario hondureño. Por cierto,
el gobierno ya promulgó una ley controvertida en noviembre de 2011 que
permite que los militares se hagan cargo de funciones policiales
ordinarias.
Esta militarización es avivada por el Departamento
de Estado de EE.UU. que sigue apoyando financiera y diplomáticamente al
corrupto e ilegítimo régimen de Lobo. Obama propuso, en su presupuesto
para 2013, la duplicación del financiamiento para Honduras, a pesar de
creciente presión en el Congreso para suspender toda la ayuda policial y
militar a Honduras.
El financiamiento militar estadounidense ha
aumentado cada año desde el golpe, y EE.UU. invierte actualmente 50
millones de dólares en la expansión de su Base de la Fuerza Aérea de
Soto Cano en Honduras, de importancia estratégica, utilizando la lucha
contra el narcotráfico como pretexto para expandir su presencia militar y
su control directo de la policía hondureña.
La comunidad de
derechos humanos hondureña y la oposición son, sin embargo, claros:
quieren que EE.UU. corte la ayuda –“dejen de alimentar a la bestia” como
pidió el rector de la universidad – y quieren limpiar ellos mismos las
fuerzas de seguridad del Estado. No quieren que EE.UU., sea directamente
o a través de sus títeres, se apodere aún más de su país mediante una
supuesta operación de limpieza sirviendo al mismo régimen golpista al
que sigue entregando millones de dólares.
© 2012 The Nation
Dana Frank es profesora de historia en la Universidad de California, Santa Cruz, y autora de Bananeras: Women Transforming the Banana Unions of Latin America, que se concentra en Honduras, y Buy American: The Untold Story of Economic Nationalism. Actualmente escribe un libro sobre la intervención en la Guerra Fría de AFL-CIO en el movimiento sindical hondureño.
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