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por Gonzalo Sánchez / Revista El Guardian
Este pueblo no puede crecer sin pedir permiso a
los hermanos Benetton, reyes de la tierra en la hoy Argentina, con un
millón de hectáreas adquiridas en 1991 a tres familias de la burguesía
ganadera nacional.
Publicita desde sus empresas el
combate a la intolerancia, pero el magnate es amo y señor de un pueblo
de Chubut.
La investigación que revela el plan para desalojar familias
Mapuche mientras se apropia de ríos, rutas y tierras.
La Patagonia tiene
esas cosas: pequeñas historias fantásticas de bosques habitados por
duendes, relatos más lúdicos como el de la llegada de los hippies a El
Bolsón, supuestas gestas "heroicas" como la de los galeses en las costas
de Gaiman y situaciones insólitas como la de este pueblo que no puede
crecer sin pedir permiso a los hermanos Benetton, reyes de la tierra en
la hoy Argentina, con un millón de hectáreas adquiridas en 1991 a tres
familias de la burguesía ganadera nacional.
Entre 2005 y 2011 hice por lo menos
siete viajes a esa localidad que parece haber sido abandonada en el
medio dela estepa. La primera vez que visité El Maitén fui guiado por el
presidente de la Compañía de Tierras del Sud Argentino Limitado, Diego
Perazzo, es decir, el hombre que administraba y conducía los negocios
agropecuarios de Benetton en el país. Entonces pude descubrir cómo
operaban los italianos sobre la inmensidad de la planicie austral.
Perazzo no quería referirse al conflicto que la Compañía de Tierras
mantenía con la comunidad mapuche Curiñanco Nahuelquir por el control de
un predio de 535 hectáreas, el predio Santa Rosa. Pero sí quería hablar
sobre sus niveles de producción, sofisticados y de primer mundo.
Ese millón de hectáreas compradas por
ochenta millones de dólares en el amanecer del menemismo estaban
repartidas en varias estancias ubicadas en las provincias de Santa Cruz,
Chubut, Río Negro y, en muy menor medida, Buenos Aires. Los nombres de
cada una eran Cóndor, Coronel, Leleque, El Maitén, Pilcañeu y Santa
Marta.
En ellas, me mostraba Perazzo, estaban
las ovejas de las que obtenían la lana de mejor densidad posible para
confeccionar luego sus prendas en otra parte del mundo. Habían refinado
de tal forma los procedimientos que solo contaban con la mano de obra
necesaria para llevarlos adelante y los márgenes de rentabilidad eran
óptimos. Con la inversión patagónica, Benetton había conseguido lo que
muy pocas industrias logran: integrar todas las etapas de la cadena de
producción. Engordaban los animales, los esquilaban, obtenían la lana,
la enviaban a los secaderos de las ciudades de Rawson y Trelew,
despachaban la materia prima a Túnez y Rumania, donde confeccionaban las
prendas con costureros de bajo costo, y finalmente distribuían sus
productos de calidad en los comercios United Colors of Benetton en todo
el mundo. El otro gran negocio lo hacían con la madera. (...)
(...) Toda esa cadena de emprendimientos
productivos, naturalmente, se administra desde Buenos Aires. Pero la
base operativa desde donde se controla y organiza es la estancia El
Maitén. Se trata de un campo de 123 000 hectáreas, ubicado a 130
kilómetros de Esquel, a 170 de Bariloche y a 60 de El Bolsón. Cuenta con
un casco principal de estilo inglés y dos secciones llamadas La Burrada
y Fitirihuin.(...)
(…) Siguiendo el pálpito de que convenía
comprar ovejas y tierras cuando todo el mundo las vendía, los Benetton
desembarcaron en El Maitén y comenzaron a operar con estilo benefactor.
Sabían de producción agropecuaria, y eso no representaba un
inconveniente, pero el gran tema era la construcción de una imagen de
buen vecino, de buen patrón –ya que casi todos en El Maitén vivían
directa o indirectamente del funcionamiento de la estancia– y de buen
actor político: hasta el intendente del pueblo fue empleado de esos
campos.
Apostaron a la inversión social: reciclaron el gimnasio
principal, convirtiéndolo en un mega complejo deportivo, construyeron
escuelas de todos los tamaños, bibliotecas, comedores escolares,
establecieron un vínculo con la Policía que consistía en abastecerlos de
insumos y alimentos, cuando los insumos y los alimentos escaseaban,
construyeron destacamentos de bomberos y realizaron cuanta donación
estuvo al alcance de su largo y poderoso brazo ejecutor.
Pero ese altruismo no era gratuito. A
cambio de esos favores debían existir canales abiertos con los
funcionarios locales para resolver los temas inmediatos de la CTSA. A
mediados de los años 90, con la Argentina camino a la debacle, con la
industria prácticamente fundida y el desempleo en aumento, el poder de
Benetton en El Maitén era cada vez mayor. La Compañía de Tierras era,
por entonces, la única institución capaz de dar trabajo y con respaldo
financiero para resistir a la recesión, y la única usina que producía
algún movimiento económico en la zona. (…)
(...) Había otra cuestión central. Por
la disposición de la estancia, el pueblo no podía crecer sin pedir
permiso a la Compañía, ya que se encontraba arrinconado contra la ruta y
los campos del magnate. Esa situación era clave porque Benetton era
dueño de tierra productiva y también de hectáreas sin uso con las que
años más adelante terminaría haciendo negocios.
Por esa línea viene ahora el relato de
Mauricio Espina, docente a cargo de la Biblioteca Popular El Maitén,
donación de los italianos. No llegamos a Espina porque alguien nos dijo
que teníamos que hablar con él. Llegamos por pálpito, el mediodía
siguiente a nuestro arribo. Estábamos dando vueltas por la localidad,
tratando de entender sus formas y sus límites, y se nos ocurrió
detenernos en la biblioteca. Un maestro siempre es una fuente. Y un
bibliotecario también.
Espina estaba acompañado por un docente,
que ya había cumplido su horario de trabajo y marchaba a su casa
después de una jornada de clases. Nos invitó a pasar, preparó mates y
nos preguntó qué andábamos haciendo. Pronto estábamos hablando de
Benetton y de la forma en que la Compañía operaba sobre la población
local. Espina –de tez canela, petiso, cabezón, de voz pausada y clara–
se nos revelaba como un personaje combativo, a pesar de que estaba
trabajando en un edificio que había sido íntegramente donado por el
grupo italiano. No tenía miedo a nada, porque sencillamente no había
nada que temer.
–Esto fue siempre así. Ellos donaron la
totalidad de la biblioteca y con eso obtienen un salvoconducto para todo
lo demás. Donan por acá, piden por allá. Por ejemplo, a la Policía le
llevan la carne y se garantizan más custodia y protección frente a
hechos de robo de ganado. También construyeron el gimnasio del pueblo y
entonces consiguen alguna concesión de la municipalidad. No hay que
olvidar que Benetton sigue todavía midiendo sus campos porque sus
superficies no están del todo claras. Siempre necesitan mensurar algo
más. Y por ejemplo, cortar una ruta. Porque como sus campos llegan hasta
cierto punto geográfico, negocian con el gobierno y deciden todo.
Espina fue llegando a una historia que
ilustra con precisión por qué Benetton es la ley en esa zona de la
Argentina donde los alcances de la ley son relativos.
Dos años atrás, la Coalición Cívica
había pedido al gobierno de la provincia de Chubut que explicara los
motivos por los que el grupo italiano Benetton se había apropiado de un
tramo de quince kilómetros de una carretera provincial. Es decir, por
qué Benetton había cerrado una ruta, dejando a los pobladores con una
vía de salida menos para el pueblo. (…) Según la denuncia, los Benetton se
apropiaron del último tramo de la ruta provincial 4, prohibiendo el
acceso de particulares al río Chubut y al pueblo El Maitén.
Los diputados enriquecieron su
presentación con un video en el que mostraban imágenes de unos chicos
andando en bicicleta por la zona hasta que se topaban con el alambrado
que la multinacional colocó en el perímetro de una parte del río al que
desde ese momento se le llamaba irónicamente río Benetton.
Ahora el viento
nos golpeaba, pero peor era no poder pasar. Estábamos detenidos frente
al río Benetton y el alambrado homónimo, con el amigo Espina como guía
de lujo. La ruta, podíamos palparlo, estaba definitivamente cortada. Un
camino que no lleva a ningún lado es la metáfora mejor lograda de la
impotencia: un corte bruto que desemboca en cierta idea del poder
aplicado a gusto y sin límites. Mauricio Espina caminaba de un lado a
otro, cruzaba la ruta, iba y venía, explicando que un día fue así, que
aparecieron los alambrados, y si El Maitén tenía dos salidas, ya no.
Espina volvía de nuevo hasta los alambrados. Miraba hacia el infinito.
Respiraba. Se indignaba. No podía comprenderlo. Advertimos que desde
lejos nos estaban observando.
Le dijimos a Espina:
–Nos están mirando desde aquella casa.
–Eso es un
puesto de Benetton. Pero no van a venir. Porque no actúan así. No van a
decirnos nada a nosotros. En todo caso, van a dar aviso a la Policía y
ellos vendrán a preguntarnos qué estamos haciendo. Porque toda la
Policía acá está a disposición de ellos, a cambio de los sesenta kilos
de carne que le dan por mes a cada efectivo.
–Y este camino, entonces, ¿por qué fue cortado?
–Se presume que
fue un intercambio entre el gobierno de Chubut y la CTSA. Como el
Estado necesitaba un pedazo de tierras de las estancias de Benetton para
completar un tramo de asfalto de la ruta 40, los italianos le dijeron
OK, es tuyo, pero cerrame esta ruta, que por ahí se me escapan el agua y
el ganado. Desde luego que pudo haber sobornos.
Espina hacía
catarsis. Parecía haber encontrado dos personas que por vez primera le
regalaban todo el tiempo posible para escuchar sus ideas acerca de una
situación que le tocaba vivir y que le producía indignación. Siguió:
–¿Ustedes creen que alguna vez más vinieron a preguntar si la biblioteca necesitaba algo? No les interesa…
Espina hizo un silencio largo, volvió a ir y venir de un lado a otro de la banquina, y agregó:
–Acá
hay un tema de fondo mucho más delicado del que nadie habla: ese tema
es el agua. Hoy hablamos de la tierra, pero acá el asunto es el agua y
Benetton ya controla los canales de riego y el discurrir del río que
utiliza toda la localidad. El Maitén, definitivamente, es de Benetton.
Ya fue dicho:
en este pueblo de bordes comprados todos trabajaron alguna vez para el
gran patrón y ahora lo íbamos comprendiendo. En una de nuestras paradas,
el dirigente indígena Mauro Millán, desde un estudio de radio de El
Maitén, lo había ilustrado:
–Todos
trabajaron acá para la Compañía. Benetton tiene más capacidad de control
que el propio Estado. Una cuestión que se intensificó cuando comenzó el
conflicto con los mapuches. Todos tienen un pasado en común con la
Compañía. Hasta mi propia madre trabajó en la Compañía. Pero eso, ¿qué
significa? Que desde hace mucho tiempo en esta zona la gente viene
dependiendo del latifundio.
Dar vueltas,
una idea interesante para el tiempo muerto entre cada una de las
entrevistas pautadas. Observar las caras, conversar con esa chica que
nos atendió durante el almuerzo en uno de los dos salones abiertos para
comer. El día con Espina había sido productivo y con tiempo de
sobra–eran las cuatro de la tarde–; le propuse un juego a Maldavsky:
comprobar hasta qué punto era cierto aquello de que todos habían
trabajado alguna vez para Benetton.
Detuvimos el
auto en la primera casa que apareció y otra vez el viento, los perros y
la mirada de unos niños montados en viejas bicicletas nos acompañaron,
en una bienvenida silenciosa pero evidente. Golpeamos en esa casa de
cuatro paredes y poco más, donde un hombre pasaba el tiempo sentado con
la mirada hacia abajo, en una banqueta, junto a la puerta de entrada.
–Sí –fue lo
primero que nos dijo el gaucho de piel reseca, cara chupada, voz baja,
ya los años entrados–. Alfonso Huenilao –se presentó–, a sus órdenes.
Después
Huenilao recordó que con los ingleses era mejor, que había bife y asado y
se compartía más, y que cuando llegaron los Benetton todo se puso más
áspero y se acabó hasta el café.
–Se terminó
todo –dijo–, no hubo más asado, no hubo café. Había que esperar hasta el
mediodía para poder comer. Se terminó todo. Aparte que cuando estaban
los ingleses había mucho personal y después cuando vinieron estos
Benetton, eliminaron mucho personal. Quedaron pocos.
Cuando los
Benetton llegaron al Sur, en la Patagonia conquistada comenzó el tiempo
del corporativismo. Con todo lo que ello implica.
La hora del gigante
Varios meses
antes de que comenzara a discutirse la ley de tierras en la Argentina,
el lunes 1º de marzo de 2011, una noticia inesperada modificó mi plan de
trabajo. Pero eso podía remediarse. Lo que realmente se complicaba era
la situación de los integrantes de la comunidad mapuche Santa Rosa,
Atilio Curiñanco y Rosa Nahuelquir.
Ese día, en un
fallo que contempló todas las variantes del derecho civil, pero ninguna
del derecho aborigen, el juez Omar Magallanes, titular del juzgado de
ejecución de Esquel, fijó un plazo de diez jornadas para que la
comunidad Santa Rosa Leleque desalojara el predio de 535 hectáreas por
el que mantenía una disputa con el grupo italiano Benetton. (...)
(...) El
conflicto jurídico entre los mapuches y la familia italiana nunca se
había detenido, pero había perdido intensidad mediática y, a pesar de
que continuaba rodando sin pausa sobre los lentos engranajes de la
justicia de Chubut, para los medios de comunicación, tiranos a la hora
de elegir qué es noticia y qué no, había perdido interés. Salvo honrosas
excepciones –como el caso del diario Página/12 que, a través del
cronista Darío Aranda, siempre se ocupó de la historia como lo hace
también con todo lo vinculado a la megaminería–, a nadie le interesaba
ya consignar lo que acontecía más allá del kilómetro 2300 de la ruta
nacional 40. Ese reclamo mapuche es por el 0, 05% del total de la tierra
que Benetton posee en la Argentina.
La realidad,
ahora, volvía a golpear duro. Aunque, al menos en la zona, se veía
venir. A fines de 2010, los abogados de la comunidad Santa Rosa Leleque
habían presentado un recurso de casación y otro de inconstitucionalidad
con el objetivo de que la Justicia se pronunciara por la suspensión del
juicio. Por su parte, el abogado de la compañía, Martín Iturburu Moneff,
había presentado un interdicto para recuperar la posesión. Se esperaba
que una vez concluida la feria judicial de enero, el Tribunal expresara
su parecer sobre la cuestión. Pero la corporación contó con apoyos
extra.
A principios de
febrero los estancieros de Chubut iniciaron una campaña pública y
mediática contra las comunidades Mapuche-Tehuelche que, al igual que
Santa Rosa, también habían recuperado tierras. Los terratenientes
exigían a la Justicia, a través de diarios y radios, tener en cuenta el
sagrado derecho civil: la propiedad privada.(…)
(...) Mientras
tanto, Rosa Nahuelquir ya no dormía tranquila: escuchaba noticias
alarmantes a través de la radio y percibía que algo malo podía suceder.
La historia,
esa lucha de David contra Goliat, lleva casi diez años: una década de
resistencia, desencuentros, injusticia y construcción de identidad. Rosa
y Atilio ya no son los mismos. Quienes los rodean tampoco. Ahora los
observo, mientras tomamos mate en la casa que han levantado frente a los
campos de Benetton, y adivino en ellos las marcas del paso del tiempo,
las huellas que el compromiso ha dejado en sus rostros y en sus formas
de expresarse.
Los conocí en 2005, en su casa de mampostería de las
afueras de Esquel, donde se las arreglaban como podían para subsistir a
duras penas. Por aquel entonces, la historia había alcanzado sus ribetes
más duros y dramáticos. Se había producido la primera recuperación del
predio, la que les hizo ganar fama mundial, y ese proceso había
desembocado en el primer desalojo: un destierro violento llevado
adelante por las fuerzas policiales locales.
Después había
ocurrido el suceso extraordinario. Aquel viaje a Roma para una reunión
cara a cara con Luciano Benetton. El encuentro, que había sido promovido
por el Premio Nobel de la Paz, Adolfo Pérez Esquivel, resultó un
fracaso.
El magnate
ofreció tierras en otro sitio, un oasis en medio de la meseta chubutense
llamado “Piedra Parada”. Pero los mapuches lo rechazaron: el reclamo
era por Santa Rosa y no por otro lugar. El diálogo se fracturó y la
cumbre de Roma quedó reducida a una anécdota estéril y sin frutos. El
viaje había servido para poner el conflicto en la primera plana de todos
los diarios del mundo y en ese sentido el que perdía era Benetton. Pero
los mapuches tampoco consiguieron aquello que fueron a buscar y se
volvieron con las manos vacías. El empate no le convenía a nadie.
Rosa y Atilio
me contaron en primera persona toda aquella experiencia que había
servido para muy poco. Me mostraron el álbum fotográfico de aquella gira
y los videos registrados durante los encuentros posteriores a la
cumbre, con organizaciones sociales del Viejo Mundo.
Sin embargo, se
sentían incompletos. Habían perdido la batalla y parecía no haber
vuelta atrás. Con esa idea, dejé la casa de aquella gente y hasta ahí
llegué con el relato a la hora de cerrar la primera parte de mi
investigación sobre el caso.
La lucha, sin
embargo, prometía nuevas escalas. Poco más de un año después, los
mapuches hicieron valer aquella condición que los describe como pueblo
fuerte y guerrero. Apoyados por grupos militantes de la región y, sobre
todo, por miembros de otras comunidades procedentes de Río Negro,
Neuquén y Chile, Rosa y Atilio volvieron a Santa Rosa.
No tocaron un
solo alambrado ni rompieron tranqueras. No llevaron adelante ninguna
acción violenta que hubiera dado pie para que los acusaran de vandalismo
e intromisión.
Una bandera
mapuche se levantó la mañana del 14 de febrero de 2007 en el territorio
recuperado y entonces comenzó otra etapa en esta larga lucha
reivindicativa.
Esta vez, la comunidad operó con audacia y velocidad, siguiendo al pie de la letra la receta escrita por sus asesores legales. Levantaron una
ruca (casa) rápidamente, mientras sus abogados hacían valer los recursos
que ahora estaban a su alcance. Principalmente, la ley 26 160 de
emergencia indígena.
Los abogados de
la Compañía de Tierras del Sud Argentino Limitado no respondieron, esta
vez, con ferocidad. Se vieron, inesperadamente, en una encrucijada
jurídica. El gobierno provincial tampoco actuó. Se garantizó que no
habría violencia ni destierro y que los mapuches podrían seguir allí
mientras se resolviera ese conflicto sin síntesis, sin conciliación
posible ni aparente.
Una cierta
prosperidad, una calma superficial, dio lugar a un tiempo sin
sobresaltos, y la vida se organizó en Santa Rosa. La comunidad se
consolidó sobre el territorio ancestral: volvieron los animales y las
actividades de subsistencia. Atilio levantó un galpón para que durmieran
sus ovejas y un invernadero más lejos, detrás de la cabaña principal.
La ausencia de luz eléctrica siguió siendo una complicación, pero a
pesar de eso se las fueron arreglando para organizar las tareas. Sobre
los cercos del predio se colgaron dos extensas banderas color verde que
todavía proclaman “Fuera Benetton. Territorio Mapuche Recuperado”. Así
llegamos hasta nuestros días.
(*) Periodista, autor de La Patagonia perdida y del best seller La Patagonia Vendida
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