Olga L. González - ALAI
La senadora liberal Piedad Córdoba ha sido recientemente destituida de su cargo y severamente sancionada. Aunque las acusaciones que pesan contra ella no se basan en un proceso judicial, no podrá ejercer por 18 años funciones en la política. Esta condena se produce en un país cuyas élites han optado por las soluciones guerreristas.
Recordemos los hechos: desde hace varios años, Piedad Córdoba se ha comprometido con el tema de la paz, en particular en la liberación de los secuestrados y retenidos por las Farc. A fines de 2007 fue nombrada “mediadora” por el gobierno. Gracias a su intervención se produjeron las liberaciones de los últimos secuestrados civiles y de varios prisioneros militares que llevaban hasta 10 años en la selva. En este marco, creó el grupo Colombianos por la paz.
En septiembre pasado sobrevino la decisión arbitraria del Procurador de la República: pretextando que colaboraba con las Farc, le impuso la sanción y la prohibición de intervenir en política durante 18 años. Aunque parezca mentira, ningún proceso judicial apoya esta decisión[1]. ¿Cómo explicarla, entonces? Más allá de las facultades constitucionales del Procurador, sus dictámenes no se darían si no existiera un contexto favorable. Sociológicamente, el “fallo” traduce el peso creciente de las fuerzas reaccionarias en las instituciones y el rechazo de las élites a cualquier idea de negociación política.
El primer tema es el inquietante rumbo que han tomado las instituciones: ya hace varios años que los colombianos se han estado acostumbrando a tener congresistas, alcaldes y gobernadores ligados de cerca a los paramilitares de extrema derecha y a las mafias. Tan sólo por el proceso de la “parapolítica” son más de 80 los congresistas investigados y juzgados por la justicia por su colaboración con los paras.
Recordemos los hechos: desde hace varios años, Piedad Córdoba se ha comprometido con el tema de la paz, en particular en la liberación de los secuestrados y retenidos por las Farc. A fines de 2007 fue nombrada “mediadora” por el gobierno. Gracias a su intervención se produjeron las liberaciones de los últimos secuestrados civiles y de varios prisioneros militares que llevaban hasta 10 años en la selva. En este marco, creó el grupo Colombianos por la paz.
En septiembre pasado sobrevino la decisión arbitraria del Procurador de la República: pretextando que colaboraba con las Farc, le impuso la sanción y la prohibición de intervenir en política durante 18 años. Aunque parezca mentira, ningún proceso judicial apoya esta decisión[1]. ¿Cómo explicarla, entonces? Más allá de las facultades constitucionales del Procurador, sus dictámenes no se darían si no existiera un contexto favorable. Sociológicamente, el “fallo” traduce el peso creciente de las fuerzas reaccionarias en las instituciones y el rechazo de las élites a cualquier idea de negociación política.
El primer tema es el inquietante rumbo que han tomado las instituciones: ya hace varios años que los colombianos se han estado acostumbrando a tener congresistas, alcaldes y gobernadores ligados de cerca a los paramilitares de extrema derecha y a las mafias. Tan sólo por el proceso de la “parapolítica” son más de 80 los congresistas investigados y juzgados por la justicia por su colaboración con los paras.
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