Hay un duelo real que llevamos los seres humanos que vivimos la infausta madrugada, desdichados días y fatales noches que duró la invasión militar de Estados Unidos a Panamá, iniciada en la madrugada de aquel miércoles 20 de diciembre de 1989.
Sin excusas, mientras dormía la gente en sus casas, llovieron ráfagas del cielo y prendieron fuego en El Chorrillo. Tronaron rayos de tiros en la Central, Calidonia, Panamá Viejo, Paitilla, El Dorado, Las Cumbres, Tocumen, San Miguelito, Tinajitas, Pacora, Amador, Arraiján, La Chorrera, Río Hato, Colón y en tantos otros recónditos lugares silenciados por el espanto de las balas que volaban directo a los cuerpos de compatriotas que combatían a los invasores. Ese plomo letal alcanzó a vidas que iban con el rumbo de la noche triste, el sol opaco o el atardecer sombrío.
La violencia desatada por las bombas de 2,000 libras, los bombarderos Stealth F-117, helicópteros y lanzamisiles Blackhawk, el avión fantasma, cañones de fuego rápido de 30mm, entre otros tipos de armamentos bélicos embestidos sin pudor, alcanzó la existencia de niños, niñas, mujeres y hombres de todas las edades, todos los colores. Sus sonrisas las borraron y lloramos…
La masacre no discriminó orígenes ni profesiones. Un fotógrafo español que estaba cubriendo los hechos junto a otros corresponsales internacionales, hospedados en el antiguo Hotel Marriot, ocupado por las tropas yanquis, le fue aniquilada su libertad de prensa para siempre. Unas tanquetas dispararon hacia el sitio hotelero, mientras todos corrían a refugiarse, los periodistas estaban en los alrededores del Centro de Convenciones ATLAPA, vieron que algo cayó y luego que faltaba alguien, se dieron cuenta que los 32 años de Juantxu Rodríguez fueron acallados estruendosamente. Una foto que tomó con su cámara, probablemente la última, viajó por el mundo evidenciando a los muertos que llegaron a la morgue del Hospital Santo Tomás. Esa imagen se convirtió en afiche de denuncia. ¿Cuántos medios se acuerdan de él y exigen su reparación?
Dos días después, en medio del caos, la invasión se llevó a mi madre enferma, ella se quedó sin aliento y cerró sus ojos grises en ese amanecer turbulento de guerra. No había ni una sola morgue disponible, todas estaban abarrotadas de hijos e hijas de este pueblo. Y sólo una clínica particular tuvo espacio. Como no había ambulancias disponibles, el traslado se hizo largo. Para evitar un ataque, se utilizó un carro que se adecuó a las circunstancias, con una bandera blanca que ondeaba en la parte delantera. Dentro iban una enfermera y un médico uniformados para garantizar la travesía, se expusieron a los vehículos Hummer, equipados con ametralladoras de alto calibre, que deambulaban libremente por doquier. Ella y él son héroes anónimos, como tantos que hubo, cuando emanó la solidaridad.
Tuvimos que esperar 7 días para realizar el sepelio, porque el gobierno juramentado en Clayton se oponía a que se hicieran funerales, y de realizarse, pretendían que no fueran masivos y solicitaban no hacer misas para evitar que se juntara la gente. Fue difícil para todas las persona llegar al punto de encuentro en la iglesia y más espinoso llegar al cementerio. La despedimos dignamente.
Cuando llegamos al Jardín de Paz, en medio del dolor, las lágrimas y la impotencia, vislumbramos a lo lejos unas bolsas negras que eran cargadas y lanzadas en una excavación. Al principio no entendíamos, después… nos estremecimos… lloramos más.
Fue imposible esconder por mucho tiempo a una de las fosas comunes donde sepultaron a los mártires de la invasión. La lucha se hizo fuerte para que abrieran esa fosa común, y todas las otras encontradas, para desenterrar a las víctimas, identificarles y darles honrosas sepulturas. Helos allí, en el mismo camposanto donde reposan los restos de mi madre. Sus memorias vivirán eternamente.
Son 27 años que llevamos de verdadero duelo en lo más profundo de nuestro ser. Igual que en 1989, seguimos exigiendo, por derecho propio, que se haga justicia a las víctimas que ultimaron, se reparen el daño moral, el trauma que provocó la guerra a como los daños físicos a las personas heridas, enfermas y convalecientes.
Sigue siendo de urgencia notoria aplicar el derecho que tienen las nuevas generaciones a conocer la verdadera historia de la invasión del ejército norteamericano al país que les vio nacer. Requieren saber que la ocupación militar fue un crimen de lesa humanidad, una agresión injusta que aún subyace en el subconsciente colectivo.
Sin excusas, mientras dormía la gente en sus casas, llovieron ráfagas del cielo y prendieron fuego en El Chorrillo. Tronaron rayos de tiros en la Central, Calidonia, Panamá Viejo, Paitilla, El Dorado, Las Cumbres, Tocumen, San Miguelito, Tinajitas, Pacora, Amador, Arraiján, La Chorrera, Río Hato, Colón y en tantos otros recónditos lugares silenciados por el espanto de las balas que volaban directo a los cuerpos de compatriotas que combatían a los invasores. Ese plomo letal alcanzó a vidas que iban con el rumbo de la noche triste, el sol opaco o el atardecer sombrío.
La violencia desatada por las bombas de 2,000 libras, los bombarderos Stealth F-117, helicópteros y lanzamisiles Blackhawk, el avión fantasma, cañones de fuego rápido de 30mm, entre otros tipos de armamentos bélicos embestidos sin pudor, alcanzó la existencia de niños, niñas, mujeres y hombres de todas las edades, todos los colores. Sus sonrisas las borraron y lloramos…
La masacre no discriminó orígenes ni profesiones. Un fotógrafo español que estaba cubriendo los hechos junto a otros corresponsales internacionales, hospedados en el antiguo Hotel Marriot, ocupado por las tropas yanquis, le fue aniquilada su libertad de prensa para siempre. Unas tanquetas dispararon hacia el sitio hotelero, mientras todos corrían a refugiarse, los periodistas estaban en los alrededores del Centro de Convenciones ATLAPA, vieron que algo cayó y luego que faltaba alguien, se dieron cuenta que los 32 años de Juantxu Rodríguez fueron acallados estruendosamente. Una foto que tomó con su cámara, probablemente la última, viajó por el mundo evidenciando a los muertos que llegaron a la morgue del Hospital Santo Tomás. Esa imagen se convirtió en afiche de denuncia. ¿Cuántos medios se acuerdan de él y exigen su reparación?
Dos días después, en medio del caos, la invasión se llevó a mi madre enferma, ella se quedó sin aliento y cerró sus ojos grises en ese amanecer turbulento de guerra. No había ni una sola morgue disponible, todas estaban abarrotadas de hijos e hijas de este pueblo. Y sólo una clínica particular tuvo espacio. Como no había ambulancias disponibles, el traslado se hizo largo. Para evitar un ataque, se utilizó un carro que se adecuó a las circunstancias, con una bandera blanca que ondeaba en la parte delantera. Dentro iban una enfermera y un médico uniformados para garantizar la travesía, se expusieron a los vehículos Hummer, equipados con ametralladoras de alto calibre, que deambulaban libremente por doquier. Ella y él son héroes anónimos, como tantos que hubo, cuando emanó la solidaridad.
Tuvimos que esperar 7 días para realizar el sepelio, porque el gobierno juramentado en Clayton se oponía a que se hicieran funerales, y de realizarse, pretendían que no fueran masivos y solicitaban no hacer misas para evitar que se juntara la gente. Fue difícil para todas las persona llegar al punto de encuentro en la iglesia y más espinoso llegar al cementerio. La despedimos dignamente.
Cuando llegamos al Jardín de Paz, en medio del dolor, las lágrimas y la impotencia, vislumbramos a lo lejos unas bolsas negras que eran cargadas y lanzadas en una excavación. Al principio no entendíamos, después… nos estremecimos… lloramos más.
Fue imposible esconder por mucho tiempo a una de las fosas comunes donde sepultaron a los mártires de la invasión. La lucha se hizo fuerte para que abrieran esa fosa común, y todas las otras encontradas, para desenterrar a las víctimas, identificarles y darles honrosas sepulturas. Helos allí, en el mismo camposanto donde reposan los restos de mi madre. Sus memorias vivirán eternamente.
Son 27 años que llevamos de verdadero duelo en lo más profundo de nuestro ser. Igual que en 1989, seguimos exigiendo, por derecho propio, que se haga justicia a las víctimas que ultimaron, se reparen el daño moral, el trauma que provocó la guerra a como los daños físicos a las personas heridas, enfermas y convalecientes.
Sigue siendo de urgencia notoria aplicar el derecho que tienen las nuevas generaciones a conocer la verdadera historia de la invasión del ejército norteamericano al país que les vio nacer. Requieren saber que la ocupación militar fue un crimen de lesa humanidad, una agresión injusta que aún subyace en el subconsciente colectivo.
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