Foto Gerardo Iglesias |
Finalmente llegó el esperado anuncio oficial de El Vaticano, y monseñor Oscar Arnulfo Romero fue declarado el 3 de febrero como “mártir de la fe”. Falta únicamente la ceremonia oficial para que el religioso asesinado hace 35 años sea beatificado.
La ceremonia, que será encabezada por el papa Francisco, se llevará probablemente a cabo en el Monumento a El Salvador de El Mundo, en la Plaza Las Américas de San Salvador, uno de los espacios al aire libre más importantes de la capital.
Allí está emplazado uno de los primeros monumentos a monseñor Romero, de los muchos que han surgido en El Salvador desde la firma de los Acuerdos de Paz de 1992.
El decreto de El Vaticano recoge detalles del martirio de Romero, asesinado por orden del mayor Roberto D'Abuisson, el fundador del partido ARENA (Alianza Republicana Nacionalista), un militar que había perdido su puesto en la policía secreta luego del golpe de Estado que un grupo de militares jóvenes progresistas realizarán en octubre de 1979.
Entre 1979 y 1981 D'Abuisson gozó de todo el apoyo económico, político y logístico de la oligarquía que gobernó el país el último siglo.
Asesinado por militares y oligarcas
Terrorismo político y social
Terrorismo político y social
Poderosos oligarcas de las “14 familias” -Palomo, Deneke, Regalado, Dueñas, Wright, Sol, Álvarez, Guirola, Poma, Burkard, Llach Hill, Quiñonez, De Sola, Mathies…- figuraban entre los financistas del proyecto político de D'Abuisson, que tenía dos vertientes: la construcción de un partido (más tarde llamado ARENA) y el funcionamiento de “escuadrones de la muerte” para aplicar una política de terrorismo de Estado.
El mayor se había ganado la confianza de los oligarcas al demostrar su carácter arrojado, conservador, y en buena medida, psicópata.
En avisos pagados en canales de televisión y medios escritos como El Diario de Hoy, D'Abuisson amenazaba abiertamente a personalidades políticas, sociales, funcionarios, y éstos eran asesinados a los pocos días de manera brutal.
En escritos inéditos de la época, el padre Ignacio Ellacuría, el jesuita rector de la universidad católica UCA, asesinado por el ejército en 1989, afirmaba: “D'Abuisson dijo que los cuerpos de seguridad tenían que matar a sus oponentes porque, si quedaban vivos, jueces venales o cobardes los pondrían en libertad”.
Cuando las amenazas alcanzaron a monseñor Romero, en marzo de 1980, ya muchos de sus más cercanos colaboradores, curas, seminaristas, monjas y hasta la radio YSAX, desde donde transmitía sus mensajes dominicales, habían sido objeto de la violencia de los escuadrones de la muerte.
“Desde ya ofrezco mi sangre por la resurrección de El Salvador. Que mi sangre sea semilla de libertad”, dijo Romero desafiando las amenazas, una frase que se podría comparar con el “Yo no voy a renunciar” de Salvador Allende.
No hay nada que genere más odio al represor que la falta de miedo.
El 24 de marzo de 1992, en el Hospitalito de La Divina Providencia, durante la misa, en el simbólico momento de la consagración del cuerpo de Cristo, mientras monseñor miraba al cielo, el asesino disparó una certera bala explosiva a su pecho.
Su funeral, tres días después, se convirtió en una nueva masacre en las gradas de la Catedral Metropolitana. Y esa masacre sería el inicio de una guerra civil de 12 años.
Opresión, neoliberalismo y violencia social
Herencia maldita
Herencia maldita
El asombro internacional por la barbarie de éste y de otros asesinatos no alcanzó a detener una de las inversiones militares más grandes del gobierno de Estados Unidos después de la guerra de Vietnam.
Por más de una década Washington destinaría un millón de dólares al día en ayuda militar al gobierno salvadoreño, financiando una guerra en un país aparentemente minúsculo en tamaño, sin montañas, pero donde los insurgentes afirmaban que sus montañas eran las masas populares.
El escándalo de la barbarie represiva del ejército, diversas coyunturas internacionales, y la imposibilidad de definir el conflicto por vía militar a favor de alguno de los bandos posibilitaron que el 16 de enero de 1992 se firmaran los Acuerdos de Paz en México, entre el gobierno de ARENA y la insurgencia del FMLN.
El mayor D'Abuisson, el asesino intelectual de Romero, en ese momento agonizaba por un cáncer terminal. Moriría 34 días después.
Sin embargo, el partido fundado por él gobernaría El Salvador por 17 años más.
La herencia maldita sobreviviría para imponer la implementación del modelo neoliberal, las privatizaciones de los bienes del Estado, el abandono de la agricultura, el sometimiento de la población campesina a la miseria, la destrucción de las organizaciones obreras, la dolarización, la corrupción y el robo de las ayudas internacionales destinadas a las víctimas de terremotos, inundaciones, tormentas, sequías y huracanes.
La herencia maldita se manifiesta hoy en una violencia social que por momentos pareciera demencial..
Un nuevo ciclo
Con Romero en el corazón
Con Romero en el corazón
El cierre de este ciclo empezó en junio de 2009 con el primer gobierno del FMLN encabezado por el periodista Mauricio Funes. Y nuevas esperanzas crecen con la llegada del segundo, en junio de 2014, encabezado por Salvador Sánchez Cerén, uno de los comandantes insurgentes firmantes de los Acuerdos de Paz..
En enero pasado Sánchez Cerén invitó a Ban Ki-Moon, secretario general de las Naciones Unidas, a que rindiera homenaje a monseñor Romero en la cripta donde descansan sus restos en la Catedral de San Salvador.
En el libro de visitas, arriba de la firma del secretario general de la ONU puede leerse: “sigamos su ejemplo”.
Hay cosas que han cambiado de manera impresionante en 35 años. Otras siguen siendo impresionantemente similares.
Hoy el pueblo de El Salvador se regocija con la noticia de la beatificación de San Romero de América.
Como dijera Rubén Blades en una de sus más conocidas canciones, “Suenan las campanas! Por un cura bueno, suenan las campanas! … Arnulfo Romero”.
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