Cuartoscuro |
Por Ángel Luis Lara | Desinformémonos
En noviembre de 1983, un diminuto grupo de hombres que se contaban con los dedos de una mano aterrizó en la tupida Selva Lacandona, en el mexicano estado de Chiapas.
En noviembre de 1983, un diminuto grupo de hombres que se contaban con los dedos de una mano aterrizó en la tupida Selva Lacandona, en el mexicano estado de Chiapas.
Habían decidido nombrarse rimbombantemente como Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN).
La mayoría urbanitas sin remedio, portaban en la mochila un propósito que resonaba en sus conversaciones como sentido delirante: hacer la revolución. Sin embargo, dadas las condiciones de extrema pobreza y de urgencia social en Chiapas, tal delirio resultaba ciertamente sensato. Además, las montañas y las selvas chiapanecas no sólo albergaban a pueblos en resistencia desde hacía casi 500 años, sino que desde que a finales del siglo XIX algunos de los desterrados protagonistas de la Comuna de París dieran con sus huesos en Chiapas, en dichas tierras no habían dejado de florecer antagonismos y disensos subterráneos.
Armado con cuadriculados lenguajes y manidos artefactos ideológicos, ese pequeño grupo inicial no tardó en chocar con el sentido común de los pueblos indígenas originarios y habitantes de esos territorios. Entonces fue cuando el Subcomandante Marcos, el más conocido participante en esa primigenia y delirante mónada zapatista, decidió que las fuerzas ya no le daban de sí y que mejor se bajaba de ese barco zozobrante e incierto. “¿Dónde está la salida?”, preguntó. “No hay salida”, le contestaron los pueblos indígenas. “Y entonces, ¿qué hacemos?”, respondió un aturdido Marcos. “Quedaros y aprended”, sentenciaron los pueblos mayas.
Y eso es lo que hicieron. Escucharon y aprendieron de los pueblos indígenas hasta el punto de devenir indígenas ellos mismos. Una suerte de posesión con trazos de realismo mágico que no solo desarmó la arrogancia y los clichés tradicionales de la izquierda, sino que activó un maravilloso híbrido revolucionario hecho de saberes y cosmovisión indígena, capaz de parir una artesanía del cambio social revolucionario repleta de paradojas y de puentes hacia fuera.
Así, armados de preguntas, los zapatistas nacieron como un oxímoron: el más sensato de los delirios. Hoy ese maravilloso delirio no solo está habitado por miles y miles de mujeres, hombres, niños, niñas, ancianos y ancianas en Chiapas. Además ha sido capaz de construir la materialidad tocable y respirable de una vida otra. Con infinitas dificultades, errores y caminos torcidos. En este mundo, pero con otros mapas y en otras coordenadas.
Treinta años después de su nacimiento, el EZLN protagoniza una de las experiencias más ricas y radicales de libertad y de emancipación humana que los últimos siglos de historia hayan conocido. Desde que se levantaran en armas en enero de 1994, los zapatistas habitan en una cotidiana restitución del sentido verdadero de la palabra democracia y en una trabajada liberación de la vida de las garras de la supervivencia. Miles y miles de personas viviendo de otra manera. Aquí, ahora y ya.
En su treinta cumpleaños, la disutopía zapatista decidió abrir sus puertas y sus ventanas para compartir las formas de vida que han generado tres décadas de delirio sensato. Para ello han creado una escuela a la que han llamado “La libertad según l@s zapatistas”. Se trata, sobre todo, de una escuelita, así en diminutivo, que sirve para desaprender. No ofrece pistas para un modelo y tampoco regala ningún manual de instrucciones. Como en el Blade Runner de Ridley Scott, los zapatistas saben que los replicantes ni aman ni tienen emociones. Por eso no les interesan las copias ni las recetas. Simplemente tratan, con perseverancia e infinita paciencia, de compartir tan solo un mapa del tesoro de un mundo otro. En ese mapa destaca una coordenada por encima de las demás: una imperiosa necesidad de decolonizar la existencia.
El zapatismo, ajeno a focos, modas y consensos, no sólo goza de una excelente salud a 30 años de su nacimiento, sino que constituye una potentísima herramienta decolonial. En los territorios chiapanecos donde los zapatistas son gobierno, la humanidad ha abierto un agujero irreparable en la modernidad, en la matriz abisal del pensamiento occidental y en la racionalidad de la dominación. Una decolonización del vivir más allá de la terrible imposición generalizada de la forma mercancía, en la construcción colectiva e igualitaria de un mundo de usos y no de consumos. Una decolonización del poder, más allá de la dominación de lo privado y de lo público, en el tejido democrático de un común en el que todas las personas son llamadas a ser y a hacer gobierno. Una decolonización de las pasiones, más allá de las vilezas y los egoísmos con los que la imposición neoliberal nos sujeta a las pasiones tristes que la constituyen. Sin pedir permiso. Miles y miles de mujeres, hombres, niños, niñas, ancianos y ancianas. Un presente y no un futuro. Aquí, ahora y ya. Y un mensaje, tal vez desesperado, a los que estamos del otro lado del espejo: “ORGANÍCENSE”. Porque no basta con desearlo.
A su modo, los zapatistas le han llamado a todo eso autonomía. Una experiencia de autogobierno participado por miles y miles de personas y en la que el giro decolonial se traduce en el territorio zapatista en instituciones, escuelas, hospitales, leyes, administraciones locales, relaciones sociales, sistemas productivos, economías, sexualidades y profundos cambios culturales llenos de puntos suspensivos. Concreto y tangible. Por y para las personas. ¿No fue en el deseo de algo de eso en lo que nos reconocimos en las plazas en un mayo de hace más de dos años?
Fuente: Desinformémonos
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