Nunca consideré la posibilidad de ser víctima directa de la violencia religiosa. Viví mi adolescencia en Chile, país laico y republicano, hasta Pinochet, claro está, donde la Iglesia era una institución sin mucho peso en la vida política, aunque siempre presente de diferentes formas. No faltaban las incursiones de obispos, cardenales y sacerdotes en la vida pública.
Durante los años 60 fui testigo de la toma de la catedral de Santiago, eran los tiempos de Pablo VI y el Concilio Vaticano II. En ese contexto nacían organizaciones como Cristianos por el Socialismo y los obispos latinoamericanos se reunían en Puebla y Medellín. Los sacerdotes comprometidos se incorporaban a las guerrillas en todo el continente. Pronto tendrán su mártir con la muerte de Camilo Torres en Colombia.
En los años 70, la Teología de la Liberación consolidaba una propuesta de acción cristiana comprometida con los pobres. En medio de la dictadura de Pinochet, una parte de la Iglesia, defensora de los derechos humanos, montaría la Vicaría de la Solidaridad, fue una plataforma única desde la cual se trabajó en la defensa de los presos políticos, en la condena de la tortura y se expuso el caso de los detenidos desaparecidos. Pero esta opción de la Iglesia fue desplazada del centro de poder.
El catolicismo más conservador y reaccionario tomó el relevo. Juan Pablo II, el Papa polaco, desautorizó, combatió y excomulgó a teólogos progresistas; su mano derecha sería un alemán, un tal Joseph Ratzinger, llamado expresamente para hacerse cargo, como prefecto, de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe. En otras palabras, la institución sustituta del Tribunal de la Congregación de la Santa Inquisición.
En tiempos de guerra fría, Juan Pablo II, apoyó las dictaduras en Chile, Argentina, Paraguay, Bolivia y Centroamérica. En El Salvador, tras el asesinato de monseñor Romero y la muerte de Montes, Barho, y Ellacuría a manos del ejército, guardó un silencio cómplice, y en Nicaragua solicitó al sacerdote Ernesto Cardenal su retirada del gobierno sandinista, apoyando, en contraposición, al cardenal Obando y Bravo en su campaña desestabilizadora desarrollada desde Estados Unidos por el entonces presidente Ronald Reagan. Mientras tanto Ratzinger mandaba callar a los teólogos, condenándolos a un silencio absoluto so pena de excomulgarlos.
Un dupla perfecta. Ambos ampararon a pedófilos y pederastas en sus filas y callaron las demandas de justicia de las víctimas. Marcial Maciel, fundador de Legionarios de Cristo, es el paradigma, por antonomasia, de esta infamia. Tras la muerte de Juan Pablo II, el sucesor al trono de Pedro fue el propio Ratzinger. Así los cardenales premiaban la fidelidad y garantizaban la continuidad de un apostolado reaccionario.
Con el nombre de Benedicto XVI, Joseph, inició su andadura. Muy pronto nos percatamos de sus intenciones. En sus homilías condenó el derecho a la eutanasia, la muerte digna, el aborto, la sexualidad libre, el matrimonio homosexual y el laicismo. Martillo de herejes, fue miembro de las juventudes nazis. Tal vez por ello, la juventud católica recrea en la actualidad los mismos comportamientos autoritarios y violentos propios del nazismo acuñados por su líder espiritual. La cruz y la esvástica se entienden a la perfección, ambas están manchadas de sangre y no por la crucifixión de Cristo. En su nombre se han cometido crímenes de lesa humanidad que no dicen mucho en favor de sus acólitos defensores.
En Madrid, mientras se celebra la reunión mundial de la juventud católica, quienes hemos protestado por el uso de los impuestos para financiar la prédica papal nos hemos visto sometidos a un alud, primero de insultos y a continuación golpes y la represión policial. Se han creído los dueños de la ciudad. Campan a sus anchas, sin respeto alguno pretenden la conversión del
infiel. Y cuando se les hace saber que no participas de su credo, los católicos practicantes se transforman en violentos inquisidores, siguiendo a Torquemada.
Hoy no pueden quemarnos vivos, pero sí utilizar a la policía para castigar al hereje. En medio de una manifestación legal, los católicos practicantes, con la complacencia de las autoridades locales y la delegada del gobierno, no han sabido compartir ni el espacio público ni las buenas maneras de quienes, desde el laicismo, han querido mostrar el rechazo, no a su presencia, sino a la forma en la cual el Estado aconfesional patrocina un evento privado con fondos del erario público.
Molestos por la crítica, los católicos practicantes quisieron romper la manifestación, provocando y lanzando improperios. Incapaces de comprender el significado de la palabra tolerancia, se pusieron a rezar el rosario, cantar misa, tirar estampitas en medio de los manifestantes laicos, quienes ante el asombro, sólo les quedó apartarse. Los organizadores del evento católico eran conscientes de la manifestación laica y debieron haber informado a sus partícipes de no transitar por los sitios por los cuales transcurriría la protesta. Pero su decisión fue incomprensible, alentaron a sus militantes a hacer acto de presencia, romperla y luego pasar por víctimas.
Hoy el Papa se queja del maltrato sufrido por sus jóvenes en la Puerta del Sol. En mi ingenuidad, creía que los católicos y su juventud, salvo excepciones, eran gentes educadas en la paz y el amor cristiano. Tolerantes. Pero su comportamiento dice lo contrario. Militan en la excrecencia de la pasiones más abyectas, les pueden la ira, el odio y la violencia. La inquisición pervive en sus almas.
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