Numerosos países del mundo padecen las consecuencias de una agricultura industrializada, impuesta en beneficio de un puñado de empresas transnacionales. Las semillas transgénicas son el buque insignia de este sistema. En Estados Unidos, se acaba de presentar un informe que evalúa el resultado de trece años de cultivos transgénicos. Lo que impulsa a preguntarse: ¿por casa, cómo andamos?
Un estudio realizado por el doctor Charles Benbrook, actualmente director del Organic Center, quien fue durante siete años director ejecutivo del departamento de agricultura de la Academia de Ciencias de Estados Unidos, establece que entre 1996 y 2008 se plantaron de manera acumulada en ese país más de 3 mil millones de hectáreas con cultivos transgénicos, la mayor parte con soja RR1.
En ese mismo periodo, y casi exclusivamente por esta causa, el uso de herbicidas e insecticidas se incrementó en 173 mil toneladas y 30 mil toneladas respectivamente. Sólo en 2008 la utilización de pesticidas aumentó un 26 por ciento, dice el informe de Benbroock.
La principal consecuencia de este dramático incremento es la proliferación en millones de hectáreas de malezas resistentes al glifosato, el herbicida usado en el cultivo de la soja transgénica.
El informe no sólo refuta la afirmación con base en argumentos empresariales según los cuales los transgénicos disminuyen el uso de agrotóxicos, sino que además demuestra que la rápida adaptación de algunas hierbas al glifosato incrementa los costos de los agricultores y aumenta las pérdidas de producción.
De la misma manera, los obliga a usar químicos adicionales muy fuertes, como el 2-4 D y el Paraquat, para hacer frente a las malezas resistentes al glifosato.
Esta investigación del doctor Benbroock se fundamenta casi exclusivamente en datos generados por el propio Departamento de Agricultura de Estados Unidos.
En Uruguay, en 2008 se plantaron 470 mil hectáreas con soja RR, lo que representó el 75 por ciento de los cultivos de verano. En proporción a la superficie del país, Uruguay es el cuarto productor de soja RR del mundo, detrás de Estados Unidos, Brasil y Argentina.
Otras 100 mil hectáreas fueron plantadas en 2008 con maíz transgénico de la variedad BT.
El aumento del uso de agrotóxicos en los últimos años ha sido, según el tipo, de entre 300 y 500 por ciento.
La política agrícola gubernamental -en realidad, una de las escasísimas políticas de Estado en Uruguay- promueve con bombos y platillos el crecimiento del área plantada con soja y maíz transgénicos.
¿Cuánto falta para que en Uruguay aparezcan estas hierbas resistentes? ¿O acaso ya lo han hecho y nadie lo ha informado? ¿Por qué hay que esperar a que los desastres se produzcan para reaccionar?
Las consecuencias de esta irresponsabilidad política y social se manifiesta a mediano plazo. El testimonio de Fabián Tomassi, ex fumigador aéreo en Argentina, es acongojante por su realismo y su hondo dramatismo humano.
Un artículo publicado en Adital, lo presenta de esta manera:
“Empecé a fumigar en el 95-96. Era apoyo terrestre preparando todos los productos, sin ningún curso previo para entender qué estaba manipulando. Nos reíamos de las fotos de las etiquetas, esa gente que mostraba, tipo astronautas. Nosotros nunca tuvimos la posibilidad de vernos así, por ignorancia, subestimando el desastre.
Yo soy diabético, y era más fácil tratarme por eso, para minimizar el problema de los agrotóxicos. Me trataron un año por diabético, hasta que un día empecé a perder los músculos, disminución de la capacidad pulmonar, el cuerpo denotaba otra cosa y el médico me dijo: ‘Sacate la remera porque noto en vos algo raro que no es normal… Hace un año que estamos errados, la diabetes no es el problema, acá hay algo más. La diabetes está controlada’.
Con la exposición que tuve durante seis años a los venenos -prosigue Tomassi-, potenciados por mi diabetes que disminuye mi capacidad de reacción, lo que tengo es una gran intoxicación crónica por agroquímicos. De no ser así, que alguien me lo demuestre.
Trabajamos con productos químicos en cueros y short, y a veces descalzos. Parábamos para comer al mediodía lavándonos las manos con agua que llevábamos en un carrito atrás de la camioneta. Comíamos pan de una conservadora con hielo que almacenábamos atrás, en una caja junto con los agroquímicos.
Andábamos al rayo del sol en pistas improvisadas en el campo. Comíamos debajo del ala del avión donde están las barras que gotean el veneno. Para nosotros era normal jugar con el dedo en los chorritos de químico que caían al piso mientras hablábamos y tomábamos mate.
Por lo general comíamos pan de miga que usábamos para el fiambre que como un secante absorbía todo lo que teníamos en las manos -continua Tomassi-. El agua que usábamos era de los tanques australianos que hay en los campos, con todo el riesgo que eso conlleva para el resto de la población circundante. Nosotros sacábamos el agua del tanque más cercano, sacábamos el agua con la misma manguera por la que minutos antes pasaba el veneno, la sumergíamos ahí y contaminábamos todo.
Muchas veces he sido ‘banderillero’, que aunque lo nieguen sé que hasta ahora lo siguen haciendo por una cuestión de practicidad. Hay muchos pilotos de aviones que no saben usar los GPS, por lo tanto es más fácil poner un empleado en el campo con una bolsa en el lote marcando, y por lo general uno se agacha para no perder tiempo, nos agachábamos cuando nos caía esa lluviecita en el lomo, que era veneno, pero nosotros nos poníamos contentos y agradecíamos al piloto porque nos refrescaba.
Comimos venenos durante toda la vida. Hay que ser conscientes de que la ignorancia mata más que el silencio…
Yo creo que acá hay muchos culpables -afirma Tomassi- y muchos cómplices. Me aconsejaron que no hable de política, pero todo esto es un poco de política.
En el hospital público donde voy en mi ciudad me tratan hasta el día de hoy por diabetes porque no saben distinguir cuál es mi problema, esto es algo nuevo que el médico común, sin desmerecer su labor, no lo interpreta. Hasta ahora en mi historia clínica figura que soy diabético y me tratan como tal cada vez que voy al hospital. No he conseguido más que de un montón de intervenciones quirúrgicas, para limpiarme las articulaciones, para sacarme el calcio que mi cuerpo forma alrededor del veneno. Nunca pude hacer biopsias de eso, o se perdieron… Creo que nadie quiere dilucidar cuál es realmente mi problema…
Para terminar, quiero decirles a aquellos que han tenido la suerte de estudiar para saber aplicar esto, solamente les pido, por mí y por todos los afectados que son más de dos millones, que de una vez por todas adquieran conciencia de que tarde o temprano esto nos va a matar a todos”, concluye.
La soja transgénica se extiende por América Latina como una mancha verde, curiosamente, el color que de ahora en adelante servirá de fondo al símbolo de McDonald’s, que eligió abandonar el tradicional rojo para “demostrar su compromiso con el medio ambiente”.
La metodología cínica y mentirosa es la misma para todas las transnacionales. A tal punto que si se invierte el contenido de sus eslóganes, se tendrá una idea cabal de su verdadero papel en el mundo.
Por ejemplo, la soja RR proviene de Monsanto, cuya frase estrella supo ser “Ciencias para la vida”.
Un estudio realizado por el doctor Charles Benbrook, actualmente director del Organic Center, quien fue durante siete años director ejecutivo del departamento de agricultura de la Academia de Ciencias de Estados Unidos, establece que entre 1996 y 2008 se plantaron de manera acumulada en ese país más de 3 mil millones de hectáreas con cultivos transgénicos, la mayor parte con soja RR1.
En ese mismo periodo, y casi exclusivamente por esta causa, el uso de herbicidas e insecticidas se incrementó en 173 mil toneladas y 30 mil toneladas respectivamente. Sólo en 2008 la utilización de pesticidas aumentó un 26 por ciento, dice el informe de Benbroock.
La principal consecuencia de este dramático incremento es la proliferación en millones de hectáreas de malezas resistentes al glifosato, el herbicida usado en el cultivo de la soja transgénica.
El informe no sólo refuta la afirmación con base en argumentos empresariales según los cuales los transgénicos disminuyen el uso de agrotóxicos, sino que además demuestra que la rápida adaptación de algunas hierbas al glifosato incrementa los costos de los agricultores y aumenta las pérdidas de producción.
De la misma manera, los obliga a usar químicos adicionales muy fuertes, como el 2-4 D y el Paraquat, para hacer frente a las malezas resistentes al glifosato.
Esta investigación del doctor Benbroock se fundamenta casi exclusivamente en datos generados por el propio Departamento de Agricultura de Estados Unidos.
En Uruguay, en 2008 se plantaron 470 mil hectáreas con soja RR, lo que representó el 75 por ciento de los cultivos de verano. En proporción a la superficie del país, Uruguay es el cuarto productor de soja RR del mundo, detrás de Estados Unidos, Brasil y Argentina.
Otras 100 mil hectáreas fueron plantadas en 2008 con maíz transgénico de la variedad BT.
El aumento del uso de agrotóxicos en los últimos años ha sido, según el tipo, de entre 300 y 500 por ciento.
La política agrícola gubernamental -en realidad, una de las escasísimas políticas de Estado en Uruguay- promueve con bombos y platillos el crecimiento del área plantada con soja y maíz transgénicos.
¿Cuánto falta para que en Uruguay aparezcan estas hierbas resistentes? ¿O acaso ya lo han hecho y nadie lo ha informado? ¿Por qué hay que esperar a que los desastres se produzcan para reaccionar?
Las consecuencias de esta irresponsabilidad política y social se manifiesta a mediano plazo. El testimonio de Fabián Tomassi, ex fumigador aéreo en Argentina, es acongojante por su realismo y su hondo dramatismo humano.
Un artículo publicado en Adital, lo presenta de esta manera:
“Empecé a fumigar en el 95-96. Era apoyo terrestre preparando todos los productos, sin ningún curso previo para entender qué estaba manipulando. Nos reíamos de las fotos de las etiquetas, esa gente que mostraba, tipo astronautas. Nosotros nunca tuvimos la posibilidad de vernos así, por ignorancia, subestimando el desastre.
Yo soy diabético, y era más fácil tratarme por eso, para minimizar el problema de los agrotóxicos. Me trataron un año por diabético, hasta que un día empecé a perder los músculos, disminución de la capacidad pulmonar, el cuerpo denotaba otra cosa y el médico me dijo: ‘Sacate la remera porque noto en vos algo raro que no es normal… Hace un año que estamos errados, la diabetes no es el problema, acá hay algo más. La diabetes está controlada’.
Con la exposición que tuve durante seis años a los venenos -prosigue Tomassi-, potenciados por mi diabetes que disminuye mi capacidad de reacción, lo que tengo es una gran intoxicación crónica por agroquímicos. De no ser así, que alguien me lo demuestre.
Trabajamos con productos químicos en cueros y short, y a veces descalzos. Parábamos para comer al mediodía lavándonos las manos con agua que llevábamos en un carrito atrás de la camioneta. Comíamos pan de una conservadora con hielo que almacenábamos atrás, en una caja junto con los agroquímicos.
Andábamos al rayo del sol en pistas improvisadas en el campo. Comíamos debajo del ala del avión donde están las barras que gotean el veneno. Para nosotros era normal jugar con el dedo en los chorritos de químico que caían al piso mientras hablábamos y tomábamos mate.
Por lo general comíamos pan de miga que usábamos para el fiambre que como un secante absorbía todo lo que teníamos en las manos -continua Tomassi-. El agua que usábamos era de los tanques australianos que hay en los campos, con todo el riesgo que eso conlleva para el resto de la población circundante. Nosotros sacábamos el agua del tanque más cercano, sacábamos el agua con la misma manguera por la que minutos antes pasaba el veneno, la sumergíamos ahí y contaminábamos todo.
Muchas veces he sido ‘banderillero’, que aunque lo nieguen sé que hasta ahora lo siguen haciendo por una cuestión de practicidad. Hay muchos pilotos de aviones que no saben usar los GPS, por lo tanto es más fácil poner un empleado en el campo con una bolsa en el lote marcando, y por lo general uno se agacha para no perder tiempo, nos agachábamos cuando nos caía esa lluviecita en el lomo, que era veneno, pero nosotros nos poníamos contentos y agradecíamos al piloto porque nos refrescaba.
Comimos venenos durante toda la vida. Hay que ser conscientes de que la ignorancia mata más que el silencio…
Yo creo que acá hay muchos culpables -afirma Tomassi- y muchos cómplices. Me aconsejaron que no hable de política, pero todo esto es un poco de política.
En el hospital público donde voy en mi ciudad me tratan hasta el día de hoy por diabetes porque no saben distinguir cuál es mi problema, esto es algo nuevo que el médico común, sin desmerecer su labor, no lo interpreta. Hasta ahora en mi historia clínica figura que soy diabético y me tratan como tal cada vez que voy al hospital. No he conseguido más que de un montón de intervenciones quirúrgicas, para limpiarme las articulaciones, para sacarme el calcio que mi cuerpo forma alrededor del veneno. Nunca pude hacer biopsias de eso, o se perdieron… Creo que nadie quiere dilucidar cuál es realmente mi problema…
Para terminar, quiero decirles a aquellos que han tenido la suerte de estudiar para saber aplicar esto, solamente les pido, por mí y por todos los afectados que son más de dos millones, que de una vez por todas adquieran conciencia de que tarde o temprano esto nos va a matar a todos”, concluye.
La soja transgénica se extiende por América Latina como una mancha verde, curiosamente, el color que de ahora en adelante servirá de fondo al símbolo de McDonald’s, que eligió abandonar el tradicional rojo para “demostrar su compromiso con el medio ambiente”.
La metodología cínica y mentirosa es la misma para todas las transnacionales. A tal punto que si se invierte el contenido de sus eslóganes, se tendrá una idea cabal de su verdadero papel en el mundo.
Por ejemplo, la soja RR proviene de Monsanto, cuya frase estrella supo ser “Ciencias para la vida”.
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