El pasado sábado 12 murió Norman Borlaug, llamado el “padre de la Revolución Verde” –aunque él prefería la expresión “agricultura moderna”– quien en 1970 recibió el Premio Nóbel –nada menos que de la Paz– por su supuesto aporte a la humanidad, ya que habría evitado la muerte por hambre de “millones de personas”.
En realidad, Borlaug no sólo no evitó esas muertes sino que colaboró mucho con la de millones de seres humanos víctimas de las hambrunas, los desequilibrios socio-políticos y la contaminación que sí se produjeron como consecuencia de la aplicación masiva y a escala planetaria del paquete tecnológico-financiero de la “Revolución Verde”.
A la salida de la Segunda Guerra Mundial la investigación química militarizada tenía en los cajones de sus laboratorios numerosos nuevos compuestos desarrollados para transformarse en armas letales para seres humanos y/o cultivos. Ésto representaba demasiado dinero invertido en “ciencia y tecnología” como para abandonarlo, así que se montó un negocio para rentabilizarlos.
Con algunas pequeñas variantes en sus formulaciones, muchos de ellos podían ser utilizados como insecticidas o herbicidas, pero entonces era necesario crear un mercado capaz de consumirlos en gran escala. El modelo agrícola que sería bautizado como “Revolución Verde” surge a partir de la conjunción de éste y de otros varios hechos, entre ellos el impulso que la Fundación Rockefeller y el gobierno de Estados Unidos deciden darle a un grupo de agrónomos –Borlaug entre ellos– que se instala en México para desarrollar rápidamente nuevas variedades híbridas de trigo capaces de soportar el uso masivo de fertilizantes y de aumentar la productividad.
Este equipo obtiene un resonante éxito con el llamado “trigo enano” gracias a la inserción de los “genes Norin”, un botín de guerra tomado de los japoneses al fin de la guerra. El trigo enano tiene un tallo mucho más corto y grueso que las otras variedades, lo que le permite soportar los vientos y aprovechar mejor los fertilizantes. Borlaug imaginó el transplante de esos cultivos a todo el mundo, y con ésto concibió la peor catástrofe humanitaria que los “historiadores oficiales” no sólo aún se niegan a registrar, sino que se empecinan en continuar presentándola como lo contrario.
Pero el invento de Borlaug tenía varios problemas: además de requerir ingentes cantidades de fertilizantes, también demandaban el uso intensivo de agrotóxicos ya que para ser rentable debían cultivarse en gran escala, ésto es en enormes extensiones de monocultivos. Para lograrlo, era necesario maquinizar el trabajo agrícola.
La agricultura se transformó en una actividad con altísimo consumo de máquinas y de combustible. La productividad aumentó espectacularmente en algunas regiones, sobre todo en Estados Unidos, Europa y en los países abastecedores de trigo para el mercado mundial como Argentina y otros.
No obstante, mientras el Norte subsidiaba fuertemente a sus granjeros por medio de un sistema bancario que otorgaba los préstamos necesarios para las inversiones productivas de los agricultores, a condición de que aplicaran el paquete de la “Revolución Verde”, en el Sur los gobiernos fueron renuentes a apoyar al agro, aunque también imponían la “Revolución Verde”. Toda la inversión, o casi, debía salir del bolsillo de los campesinos.
El resultado fue que raramente los cultivos híbridos de Borlaug produjeron los mismos rendimientos en el Norte y en el Sur, donde las cosechas aumentaron, pero mucho menos que en los países centrales.
Al mismo tiempo, este sistema de agricultura industrial provocó que para muchos campesinos pequeños y medianos –la enorme mayoría del planeta en ese entonces– y asalariados rurales resultara imposible permanecer en el campo. En pocos años la emigración rural hacia las ciudades se transformó en un flagelo.
Por si ésto fuese poco, los productos químicos usados en los establecimientos agrícolas demostraron ser extremadamente peligrosos para quienes los aplican, para el medio ambiente y para los consumidores. Según cifras conservadoras, anualmente se envenenan con agrotóxicos entre 3 y 4 millones de trabajadores rurales y cada mes muere un promedio de 3.300 de ellos y ellas.
En casi todos los países del llamado Tercer Mundo la Revolución Verde produjo hambre, miseria, pérdida de conocimientos ancestrales y de biodiversidad, erosión de la tierra, contaminación del medio ambiente, mayor dependencia de los combustibles fósiles, endeudamiento crónico, entre otras consecuencias nefastas.
Para las corporaciones transnacionales de los agrotóxicos y las semillas, antes bien, la imposición universal de su modelo significó una enorme acumulación de capital y el inicio de un proceso de concentración que aún no termina, pero que ha dejado a la alimentación del mundo en manos de una media docena de compañías planetarias.
Norman Borlaug no fue quien dirigió todo este proceso, pero sí una de las piezas clave de la maquinaria. Fue un científico de alquiler que practicó una “ciencia sin conciencia” al servicio de quienes siempre pagaron sus cuentas: las corporaciones transnacionales.
Su compromiso militante con la causa de los poderosos lo llevó en los últimos años de su vida a realizar una gira mundial para defender el uso de los transgénicos, la segunda “Revolución Verde” que, según Borlaug, vino para “acabar con el hambre en el mundo”.
Es desagradablemente sospechoso que quienes hoy lo califican como “la persona que ha salvado más vidas en la historia de la humanidad”, no registren que a 50 años de la primera “Revolución Verde” el hambre en el mundo ha aumentado sin solución de continuidad, que los países más pobres se han transformado en exportadores de commodities agrícolas e importadores de alimentos, y que la dependencia tecnológica de su agricultura los coloca en constante inseguridad alimentaria.
En 1945 Estados Unidos impuso el miedo universal con los castigos ejemplarizantes de Hiroshima y Nagasaki. Desde entonces, la “Revolución Verde”, sinónimo de hambre para los pobres, ha sido el arma letal y complementaria para ganar la “guerra de la paz”. Borlaug, después de todo, se llevó a la tumba algo más que su Premio Nóbel.
En realidad, Borlaug no sólo no evitó esas muertes sino que colaboró mucho con la de millones de seres humanos víctimas de las hambrunas, los desequilibrios socio-políticos y la contaminación que sí se produjeron como consecuencia de la aplicación masiva y a escala planetaria del paquete tecnológico-financiero de la “Revolución Verde”.
A la salida de la Segunda Guerra Mundial la investigación química militarizada tenía en los cajones de sus laboratorios numerosos nuevos compuestos desarrollados para transformarse en armas letales para seres humanos y/o cultivos. Ésto representaba demasiado dinero invertido en “ciencia y tecnología” como para abandonarlo, así que se montó un negocio para rentabilizarlos.
Con algunas pequeñas variantes en sus formulaciones, muchos de ellos podían ser utilizados como insecticidas o herbicidas, pero entonces era necesario crear un mercado capaz de consumirlos en gran escala. El modelo agrícola que sería bautizado como “Revolución Verde” surge a partir de la conjunción de éste y de otros varios hechos, entre ellos el impulso que la Fundación Rockefeller y el gobierno de Estados Unidos deciden darle a un grupo de agrónomos –Borlaug entre ellos– que se instala en México para desarrollar rápidamente nuevas variedades híbridas de trigo capaces de soportar el uso masivo de fertilizantes y de aumentar la productividad.
Este equipo obtiene un resonante éxito con el llamado “trigo enano” gracias a la inserción de los “genes Norin”, un botín de guerra tomado de los japoneses al fin de la guerra. El trigo enano tiene un tallo mucho más corto y grueso que las otras variedades, lo que le permite soportar los vientos y aprovechar mejor los fertilizantes. Borlaug imaginó el transplante de esos cultivos a todo el mundo, y con ésto concibió la peor catástrofe humanitaria que los “historiadores oficiales” no sólo aún se niegan a registrar, sino que se empecinan en continuar presentándola como lo contrario.
Pero el invento de Borlaug tenía varios problemas: además de requerir ingentes cantidades de fertilizantes, también demandaban el uso intensivo de agrotóxicos ya que para ser rentable debían cultivarse en gran escala, ésto es en enormes extensiones de monocultivos. Para lograrlo, era necesario maquinizar el trabajo agrícola.
La agricultura se transformó en una actividad con altísimo consumo de máquinas y de combustible. La productividad aumentó espectacularmente en algunas regiones, sobre todo en Estados Unidos, Europa y en los países abastecedores de trigo para el mercado mundial como Argentina y otros.
No obstante, mientras el Norte subsidiaba fuertemente a sus granjeros por medio de un sistema bancario que otorgaba los préstamos necesarios para las inversiones productivas de los agricultores, a condición de que aplicaran el paquete de la “Revolución Verde”, en el Sur los gobiernos fueron renuentes a apoyar al agro, aunque también imponían la “Revolución Verde”. Toda la inversión, o casi, debía salir del bolsillo de los campesinos.
El resultado fue que raramente los cultivos híbridos de Borlaug produjeron los mismos rendimientos en el Norte y en el Sur, donde las cosechas aumentaron, pero mucho menos que en los países centrales.
Al mismo tiempo, este sistema de agricultura industrial provocó que para muchos campesinos pequeños y medianos –la enorme mayoría del planeta en ese entonces– y asalariados rurales resultara imposible permanecer en el campo. En pocos años la emigración rural hacia las ciudades se transformó en un flagelo.
Por si ésto fuese poco, los productos químicos usados en los establecimientos agrícolas demostraron ser extremadamente peligrosos para quienes los aplican, para el medio ambiente y para los consumidores. Según cifras conservadoras, anualmente se envenenan con agrotóxicos entre 3 y 4 millones de trabajadores rurales y cada mes muere un promedio de 3.300 de ellos y ellas.
En casi todos los países del llamado Tercer Mundo la Revolución Verde produjo hambre, miseria, pérdida de conocimientos ancestrales y de biodiversidad, erosión de la tierra, contaminación del medio ambiente, mayor dependencia de los combustibles fósiles, endeudamiento crónico, entre otras consecuencias nefastas.
Para las corporaciones transnacionales de los agrotóxicos y las semillas, antes bien, la imposición universal de su modelo significó una enorme acumulación de capital y el inicio de un proceso de concentración que aún no termina, pero que ha dejado a la alimentación del mundo en manos de una media docena de compañías planetarias.
Norman Borlaug no fue quien dirigió todo este proceso, pero sí una de las piezas clave de la maquinaria. Fue un científico de alquiler que practicó una “ciencia sin conciencia” al servicio de quienes siempre pagaron sus cuentas: las corporaciones transnacionales.
Su compromiso militante con la causa de los poderosos lo llevó en los últimos años de su vida a realizar una gira mundial para defender el uso de los transgénicos, la segunda “Revolución Verde” que, según Borlaug, vino para “acabar con el hambre en el mundo”.
Es desagradablemente sospechoso que quienes hoy lo califican como “la persona que ha salvado más vidas en la historia de la humanidad”, no registren que a 50 años de la primera “Revolución Verde” el hambre en el mundo ha aumentado sin solución de continuidad, que los países más pobres se han transformado en exportadores de commodities agrícolas e importadores de alimentos, y que la dependencia tecnológica de su agricultura los coloca en constante inseguridad alimentaria.
En 1945 Estados Unidos impuso el miedo universal con los castigos ejemplarizantes de Hiroshima y Nagasaki. Desde entonces, la “Revolución Verde”, sinónimo de hambre para los pobres, ha sido el arma letal y complementaria para ganar la “guerra de la paz”. Borlaug, después de todo, se llevó a la tumba algo más que su Premio Nóbel.
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