lunes, 27 de octubre de 2014

Brasil: victoria pírrica y después

Por Atilio Borón

Difícil y angustiosa victoria de Dilma en el balotaje de ayer, la más estrecha jamás habida en la historia brasileña, según consignan varios periódicos en sus portales.

En el balotaje del 2006 Lula derrotó al candidato del PSDB Geraldo Alckmin por más de veinte puntos: 61 a 39 por ciento. En el 2010 Dilma doblegó en la segunda vuelta al también tucano José Serra por unos doce puntos: 56 versus el 44 por ciento. Ayer derrotó a Aécio por apenas tres puntos: 51.6 a 48.4 por ciento.

Angustiosa e incierta no tanto por la escasa diferencia con que derrotó a su rival como por las agónicas tres semanas de campaña en donde, por momentos, el PT aparecía condenado a emprender un humillante regreso al llano luego de doce años de gobierno. Y si esto estuvo a punto de ocurrir fue más a causa de errores propios que de los méritos de su muy conservador oponente.

Como lo hemos señalado en numerosas oportunidades, los pueblos prefieren el original a la copia. Y si el PT hizo suya -en sus grandes líneas, aunque no en su totalidad- la agenda neoliberal de la derecha brasileña nadie puede sorprenderse que en una coyuntura tan complicada como la actual un significativo sector de la ciudadanía hubiera manifestado su predisposición a votar por Aécio. 

Es cierto que hubo algunas heterodoxias en la aplicación de aquella receta, la más importante de las cuales fue la creación del programa Bolsa Familia. Pero en lo tocante a las orientaciones económicas fundamentales la continuidad de la tiranía del capital financiero y su reverso, la fenomenal deuda pública del gobierno federal, unida al raquitismo de la inversión social (aproximadamente una décima parte de lo que paga por concepto de intereses de la deuda pública a los banqueros), la deliberada despolitización y desmovilización popular que marcaron la gestión del PT desde sus inicios, más el retraso en el combate a la desigualdad y en atender a problemas como el transporte público -entre tantos otros- que afectan al bienestar de las clases y capas populares (en especial a sus grupos más vulnerables como los afrobrasileños, los marginales de la ciudad y el campo, la juventud) terminaron por empujar al PT al borde de una catastrófica derrota. Contrariamente a lo que sostienen algunos de sus publicistas el “posneoliberalismo” todavía no se ha asomado en el Planalto.

El alivio ofrecido por el veredicto de las urnas en el día de ayer será de poca duración. A Dilma le esperan cuatro años durísimos, y otro tanto se puede decir acerca de Lula, su único posible sucesor (al menos hasta el día de hoy). 

Una de las lecciones más ilustrativas es la ratificación de la verdad contenida en las enseñanzas de Maquiavelo cuando decía que, por más que se le hagan concesiones, los ricos y poderosos jamás dejarán de pensar que el gobernante es un intruso que ilegítimamente se inmiscuye en sus negocios y en el disfrute de sus bienes. Son, decía el florentino, insaciables, eternamente inconformistas y siempre propensos a la conspiración y la sedición. La tremenda ofensiva desestabilizadora lanzada en las últimas tres semanas por los capitalistas brasileños desde la Bolsa de Valores de Sao Paulo, por el capital financiero internacional (recordar las más que notas arengas de The Economist, y el Wall Street Journal, entre otros) y la potente artillería mediática de la derecha brasileña (red O Globo, Folha, O Estado de Sao Paulo y revista Veja, principalmente) es aleccionadora, y demuestra los equívocos en que cae un gobierno que piensa que, cediendo terreno a sus demandas, logrará al fin contar si no con la lealtad al menos con la tolerancia de los poderosos.

Dilma corre el riesgo de ser asfixiada por rivales cuya extrema belicosidad se hizo patente en la campaña electoral y que no parecen muy dispuestos a esperar otros cuatro años para llegar al gobierno. Por eso la hipótesis de un “golpe institucional”, si bien muy poco probable, no debería ser descartada apriorísticamente, lo mismo que el desencadenamiento de una feroz ofensiva desestabilizadora encaminada a poner fin a la “dictadura” petista que, según la derecha cavernícola reunida en el Club Militar, estaría “sovietizando” al Brasil. Lo ocurrido con José Manuel Zelaya en Honduras y Fernando Lugo en Paraguay debería servir para convencer a los escépticos de la impaciencia de los capitalistas locales y sus mentores norteamericanos para tomar el poder por asalto ni bien las circunstancias así lo aconsejen. 

Para no sucumbir ante estos grandes factores de poder se requiere, en primer lugar, la urgente reconstrucción del movimiento popular desmovilizado, desorganizado y desmoralizado por el PT, algo que no podrá hacerlo sin una reorientación del rumbo gubernamental que redefina el modelo económico, recorte los irritantes privilegios del capital y haga que las clases y capas populares sientan que el gobierno quiere ir más allá de un programa asistencialista y se propone modificar de raíz la injusta estructura económica y social del Brasil. 

En segundo término, luchar para llevar a cabo una auténtica reforma política que empodere de verdad a las masas populares y abra el camino largamente demorado de una profunda democratización. El Congreso brasileño es una perversa trampa dominada por el agronegocio y las oligarquías locales (253 miembros del Frente Parlamentario de la Agroindustria, que atraviesa casi todos los partidos, sobre un total de 513), producto del escaso impulso de la reforma agraria tras doce años de gobierno petista y las interminables piruetas políticas que tuvo que hacer para lograr una mayoría parlamentaria que sólo se destraba desde la calle, jamás desde los recintos del Legislativo. 

Pero para que el pueblo asuma su protagonismo y florezcan los movimientos sociales y las fuerzas políticas que motoricen el cambio –que ciertamente no vendrá “desde arriba”- se requerirá tomar decisiones que efectivamente los empoderen. Ergo, una reforma política es una necesidad vital para la gobernabilidad del nuevo período, introduciendo institutos tales como la iniciativa popular y el referendo revocatorio que permitirán, si es que el pueblo se organiza y concientiza, poner coto a la dictadura de caciques y coroneles que hacen del Congreso un baluarte de la reacción.

¿Será este el curso de acción en que se embarcará Dilma? Parece poco probable, salvo que la irrupción de una renovada dinámica de masas precipitada por el agravamiento de la crisis general del capitalismo y como respuesta ante la recargada ofensiva de la derecha (discreta pero resueltamente apoyada por Washington) altere profundamente la propensión del estado brasileño a gestionar los asuntos públicos de espalda a su pueblo. 

Esta es una vieja tradición política, de raíz profundamente oligárquica, que procede desde la época del imperio, al promediar el siglo diecinueve, y que ha permanecido con ligeras variantes y esporádicas conmociones hasta el día de hoy. Nada podría ser más necesario para garantizar la gobernabilidad de este nuevo turno del PT que el vigoroso surgimiento de lo que Álvaro García Linera denominara como “la potencia plebeya”, aletargada por décadas sin que el petismo se atreviera a despertarla. 

Sin ese macizo protagonismo de las masas en el estado éste quedará prisionero de los poderes fácticos tradicionales que han venido rigiendo los destinos de Brasil desde tiempos inmemoriales. Y su consecuencia sería desastrosa, no sólo para ese país, sino para toda Nuestra América, porque tanto Aécio como el bloque social y político que él representa no bajarán los brazos y no cejarán en sus empeños para “desacoplar” a Brasil de América Latina, liquidar a la UNASUR y la CELAC, promover el TLC con Estados Unidos y Europa y el ingreso a la Alianza del Pacífico y erigir un “cerco sanitario” que aísle a Cuba, Bolivia, Ecuador y Venezuela  del resto de los países de la región. 

Un programa, como se comprueba a simple vista, en sintonía con la prioridad estratégica fundamental de Estados Unidos en la turbulenta transición geopolítica global que no es otro que regresar América Latina y el Caribe a la condición en que se hallaban la noche del 31 de Diciembre de 1958, en vísperas del triunfo de la revolución cubana. Es que cuando el imperio ve peligrar sus posiciones en Medio Oriente, en Asia Central, en Asia Pacífico e inclusive en Europa su reflejo inmediato es reforzar el control sobre lo que, tanto Fidel como el Che, caracterizaron como su retaguardia estratégica. Es decir, nosotros. 

Lo hizo en la década de los setentas, cuando era socavado por el efecto combinado de la crisis del petróleo, la estanflación y las derrotas en Indochina, principalmente Vietnam. En aquella coyuntura su respuesta fue instalar dictaduras militares en casi toda América Latina y el Caribe. Y tratará de hacerlo nuevamente ahora, cuando su situación internacional está mucho más comprometida que en aquel entonces.  


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